Visita a Vietnam: el karma y el (des)equilibrio

El colectivo paró abruptamente en la oscuridad de la ruta. Solo el rumor del tráfico detenido en la noche rompía el silencio avisando que no éramos los únicos detenidos. Largos minutos de desconcierto en el leve tremor del bus parado detrás de una ristra de luces rojas nos llevó entender que habría alguna especie de obstáculo más adelante. No hubo anuncios del conductor; este no era un transporte de turistas, así es que fue gracias a los pasajeros en las butacas de adelante que supimos que estábamos a pocos metros de la frontera. Habían venido asomando las narices por el hueco de los asientos, hechándonos miradas de curiosidad con poco disimulo, hasta que cuando empezamos a estirar el cuello para ver qué pasaba fuera y a movernos inquietas en el asiento, tomaron la oportunidad para explicarnos con el traductor de Google. Otra pasajera que llevaba barbijo y hablaba algo de inglés nos indicó que bajaramos, para ganar tiempo. Con las valijas aún en el baúl, bajamos algo desconfiadas de dejar atrás el colectivo y caminamos al costado del tráfico por una huella ancha y seca de barro ajado. Los autos emanaban un vaho polvoriento y alumbraba el camino de tierra apelmasada con una luz blanquecina, permitiendonos ver dónde pisábamos. Así llegamos a la frontera entre Camboya a Vietnam, a pie, cerca de la medianoche y pasamos la aduana por el sur de ambos países después de un viaje de no mucho más de 300 kilómetros y unas ocho horas.

Para entrar en Vietnam los argentinos necesitamos visa.


La ciudad a la que llegamos era Ho Chi Minh, una de las metrópolis más grandes del sudeste asiático, con 14 millones de habitantes sobre los que gravitaba una nube tenue pero perceptible, mezcla de smog y calor palpable, pesado y húmedo que hacía que la ropa más liviana se nos pegara al cuerpo como un sticker. 

El primer día saliendo del hostel, nos despabiló el zumbido de un enjambre de decenas de motos que se amontonaban en la esquina, negras e inquietas, esperando la luz verde. A poco andar olvidamos a donde íbamos, tal era el espectáculo. Las motos pululaban y avanzaban por las calles y hasta por la vereda esquivando otras motos, autos y peatones con la destreza vertiginosa de dobles de riesgo, sin que se les contrajera un solo músculo de la cara. Me llamaban la atención las miradas de impavidez petrea de esa gente ante un estado del tráfico que estallaría los nervios de cualquiera que estuviera al volante y que no fuera James Bond. Por la vereda congestionada con autos y motos estacionados, mesas y sillas desvencijadas (pertenencia de negocios y vecinos), trastos varios y bolsas de basura,  nos alcanzó el bocinazo de una moto que nos hizo bajar a la calle para darle paso. Los autos no podían avanzar en otro carril que no fuera el de la calle, pero aún así los bocinazos nos detuvieron en seco. Eran taxistas que querían llevarnos, propinando bocinazos como si hubiesen sido una llamada furiosa de atención a un peatón que se hubiera lanzado a cruzar la versión vietnamita de la nueve de julio en hora pico y plena onda verde.

Aquí, en el sur del país la mano negra de occidente parecía haber pegado más manotazos que en los dos países de Asia que habíamos visitado antes. Ho Chi Minh había sido capital de una colonia francesa a mediados del siglo XVIII y había heredado de los franceses el alfabeto, las panaderías, las pocas pulgas y algunas iglesias (tienen una réplica de Notre Dame). Pero más allá de eso, mucho de nuestro sentido común de viajeras del otro lado del mundo, parecía no tener asidero en Vietnam. En el mes que pasamos en Tailandia y Camboya nos habíamos descansado de a ratos en algún cartel de 'Fish & chips', 'continental breakfast' 'mojitos & margaritas' 'hamburguesas completas'. Aquí sin embargo, se nos rompían los esquemas a base de (más) arroz y reglas de tránsito y cortesía que ignorábamos por completo. Vietnam aparentaba rendir menos pleitesía a las costumbres extranjerizantes y, en ese sentido, se veía menos contaminado y más auténtico. Esto último, en sí mismo, era por supuesto un punto ganador, pero requeriría de ciertos ajustes por parte de las viajeras.

Cuando el conductor de un colectivo de larga distancia revoleó nuestras mochilas bajo un alero con piso de grava en plena lluvia, sin previo aviso, en una parada que no era la nuestra, nos acaloró la ofuscación (¿Es que no podemos ni llegar a destino como es debido? ¿Nos dejan a medio camino y en medio de la lluvia, sin mediar una sola palabra??). Pero el conductor no estaba acostumbrado a ser interpelado en inglés ni era devoto de la Santa Paciencia y de su boca salían  frases cortas y apresuradas que empujaba con gestos secos de la mano, como si hubiese estado espantando moscas. Tan auténtico era todo, que aquí el inglés no tenía muchos adeptos, y algunas experiencias reveladoras pusieron a descubierto la precariedad de nuestras propias expectativas, que resultaron ser de menos ayuda que el abrigo relegado al fondo de la valija: un bulto inútil e innecesario. 

En este país, el 80% de la población es budista y la cara rubicunda del buda prolifera como margaritas en primavera. En algunas versiones hasta sonríe, y en todas, sus líneas de expresión transmiten una sensación de equilibrio y de paz profunda. ¿Un reflejo de qué en esta sociedad sería, exactamente, ese Buda bonachón, sentado tan plácidamente, meditando de piernas recogidas como si estuviera comodísimo y satisfecho desde hace siglos? Observando su expresión de calma chicha, nadie diría que allí todos parecían ser agentes del caos, incluso la ocasional rata, que salía disparada de la nada  y cruzaba la calle a los saltitos, escurridiza como un gatito pequeño en Ho Chi Minh, o se movía furtivamente por los espacios comunes de los hostels, chocando contra las patas de los aparadores o buscando rezagos del desayuno bajo la mesa en Cat Ba, cerca de la bahía de Ha Long.

Vietnam era un país maravilloso, solo que para disfrutarlo verdaderamente había que considerar las contingencias en el itinerario y deshacerse de los supuestos, como quien se desnuda y se mete al mar en invierno, sin pensarlo demasiado. Así se podría  tomar con calma y hasta con humor a los colectiveros nerviosos que no hablaran inglés y a los recepcionistas que al preguntar nuestra edad en el check-in, levantaran la cabeza con el ceño fruncido por una sospecha y preguntaran, sin tapujos, que si no estábamos casadas y por qué viajábamos solas.

Esto último fue en Nimh Binh, a unos 90 kilómetros antes de llegar a Hanoi, la capital del país. Vietnam es un país alargado, casi como Chile, y lo recorrimos de punta a punta en colectivo.  El que nos llevó hasta la ciudad de Nimh Binh nos había dejado en la oscuridad casi absoluta de la madrugada frente una oficina de persianas bajas, en alguna parte de la ciudad, y habíamos tenido que caminar casi a tientas, buscando un taxi que nos llevara hasta el hostel, que quedaba en las afueras.

En las afueras el ritmo sería diferente. Esta era una zona de templos y pueblecitos y bueyes perdidos. También de caminos rurales y polvorientos y de scooters de alquiler. Por esos caminos anduvimos horas el primer día y vimos que las distancias eran demasiado largas para hacerlas a pie. El día de visita al templo alquilamos una scooter en el hostel. ¿Cómo explicar la sensación de recorrer estos caminos?  A poco andar pasamos un jornalero con sombrero en forma de cono y piel curtida como la corteza de un árbol que daba la impresión, por la curva de su espalda, de ir cargando la edad del mundo por el costado del camino. En esta parte del globo, el tiempo mismo avanza con pausada dificultad por la vastedad del campo y las montañas, sin haber llegado aún a dejar rastros de la vida moderna.  En la calidez del silencio, también pasamos un buey solitario semi enterrado en el barro que espantaba moscas con la cola, y la sensación fue que aquel podría haber sido el año  2017 o 1875  y que sólo el escándalo del motor de la scooter hacía la diferencia.

Después de una hora llegamos al templo respirando hondo, como si en aquellas curvas y contracurvas hubiesemos encontrado nuestro propio botón de reseteo. Cuando dejamos la scooter en el estacionamiento y encaramos la entrada, noté que mi mente ya empezaba a reflejar un poco ese paisaje, la sentía descomprimida, oxigenada, calma, más receptiva y observadora: el recorrido había resultado ser un buen preludio para la visita a un templo.

El templo tenía una pagoda famosa en la zona, un Buda gigante, sonriente y parado sobre sus dos pies en lo alto de una colina, varias edificios conectados por jardines y escalinatas, muchas estatuas de guerreros e imágenes meditadoras, dioses de múltiples brazos, garzas montadas sobre tortugas, campanarios y ofrendas que iban desde cachos de bananas hasta latitas de Pepsi y también vasijas de tres patas, que por algún motivo, entre todo aquello, llamaron mi atención. Me acerqué a verlas y a sacarles una foto. Un cartelito explicativo decía que la tríada de las patas simbolizaba el equilibrio. Otra vez el equilibrio que, por contraposición con lo que venía viendo, no parecía dejar la escena.

Resulta ser que el número tres está cargado de simbolismo, como me fui a enterar. Representa el poder creativo, la realización y el equilibrio. Los sistemas de creencias religiosas o espirituales tienen asidero en una tríada, como el triple refugio de los budistas en el Buda (el iluminado), el Dharma (la ley de la naturaleza, la doctrina) y el Sangha (la comunidad de seguidores practicantes) o la santísima trinidad de los católicos. 

Me quedé viendo la vasija. Era grande, de hierro labrado, la boca me daba por el pecho y estaba llena de palitos rosa que eran sahumerios extinguidos. Sin la tercera pata se cae… con solo dos no funciona, estaría inacabada, no habría final ni equilibrio. Me vinieron a la mente dos frases sin relación aparente con vasijas orientales que simbolizaran el equilibrio: ‘no hay dos sin tres’ y ‘la tercera es la vencida’. ¡Qué tendrá que ver el amor con el ojo del hacha! escuché decir a alguien una  vez, pero igual me entró la duda: ¿por qué la vencida es la tercera y no la cuarta, por ejemplo? Más tarde pregunté y alguien me hablaría del karma. Para mí el karma era el destino, maktub, que se yo, nunca me había detenido a considerarlo. Pero supe que, en realidad, el karma no era otra cosa que aquello que juzga todos nuestros actos, lo que cobra y paga todas las acciones buenas y malas de nuestra vida, retroalimentándolas. Esencialmente, esto significaría que no existen casualidades, sino causalidades y que toda la energía que echamos fuera, siempre nos vuelve. Entonces, se supone que en un tercer intento es cuando ya hemos aprendido y hemos saldado las cuentas necesarias con el universo para poder entrar en órbita, culminar un proceso, completar un recorrido y así ser compensados (a menos que incluso después de tres intentos una deuda muy grande siga sin saldarse o alguna lección sin haber sido aprendida. De ser así, las condiciones kármicas no estarían dadas y habría que seguir intentando, para eliminar de nuestras vidas aquello que nos lleva a generar energías negativas y así ser libres de realizarnos en intentos subsiguientes).

Vasija de tres patas en el templo Bái Đính

Como con las cosas que son ‘obvias’, esto de las frases y el número tres nunca me había despertado curiosidad, hasta este encuentro con una vasija... La dejé atrás después de un rato. Mientras me sentaba a descansar antes de subir las escalinatas para ir a ver el buda en lo alto de la colina, me entretuve buscando más tríadas y sacando conclusiones falaces (y ridículas): tres también eran las moléculas del agua (dos de hidrógeno, una de oxígeno) y los humanos somos 70% agua…  por lo tanto, el equilibrio me era -nos era- intrínseco. Era una cuestión física, material... atómica. Tuve que reírme sola: Avisale a tu cabeza entonces, o tomá más agua, capaz te bajó el porcentaje [de agua = equilibrio] de tanto ir al baño…

Pero no, como Vietnam, además del bullicioso ir y venir, los imponderables y el caos más o menos organizado que por momentos eran mi vida, también yo debía tener alguna vasija de las tres patas del equilibrio. ¿Cuál sería? Subiendo los mil y un escalones para ir a ver la estatua del buda no se me ocurrió, me distraje conversando con mi compañera de ocasión, una chica que había conocido en el hostel y se había animado a manejar la scooter que yo no y habíamos decidido compartir los gastos del paseo. M., mi compañera de viaje, se había levantado con un fuerte dolor de cabeza ese día y había decidido quedarse a descansar. Desde arriba de aquella montaña se veía un paisaje muy bonito de extensiones verdes y lagos espejados que empujaron las vasijas fuera de mi mente por el resto del paseo.

A la tarde, de vuelta en el hostel, vi que M. seguía acostada, porque las cortinitas verdes que rodeaban su cama estaban corridas. Abrí la del lado de la cabecera y ella se dió vuelta arrugando los ojos por la luz, murmuró algo que no recuerdo y me miró brevemente con cara de 'me duele mucho la cabeza, no me molestes'. Pero al ver su cara una idea me rebotó en la cabeza: ...las vasijas de tres patas simbolizan el equilibrio... y esto me sacó una risita tonta que me festejé sola saliendo hacia el frente del hostel, donde había un lago quieto, muy quieto, a la orilla del que me detuve, entusiasmada: estaba clarito que en otras vidas habría sido más buena que un pan, porque el universo se había encargado de devolverme energías positivas cuando las había necesitado. Esa tarde, M. no estaba como para escuchar historias, así que no pude contarle de mis teorías absurdamente entretenidas, ni de por qué ni cómo ella era una de las patas de mi vasija. De hecho, tenía más de una...

 La que culminó en viaje.

La de la convivencia en
 Smithfield Village 165, en Dublín.

La del trabajo (aunque la foto es de París).

La de patas mexicanas.
(M. es la del medio)


La que está en constante rebalce de lo que se ve en la foto.


Ahí mismo me encontró el atardecer y las ideas cobraron algo más de sobriedad. Parecía que, incluso dentro lo que puede verse a simple vista como un lío total, había un equilibrio que le daba dirección a las cosas y que en algún punto las completaba, las ponía en sintonía. ¿Pero cómo? Es que el sentido del equilibrio es comprender como se relacionan las cosas, es decir, tomar conciencia (con el viaje, en mi caso) de que incluso los opuestos son partes del todo y que negar alguna de esas partes es como remar en un pantano de dulce de leche, de la manera que me lo habían estado demostrando los días pasados. No valía escapar, había que observar. El oriente y el occidente, la calma y el arrebato, la duda y la certeza, lo conocido y lo desconocido, lo propio y lo ajeno, lo antiguo y lo nuevo, lo interno y lo externo... observar, observar, observarlo todo, pero no desde los extremos, sino desde un espacio distinto -aunque surgido de los otros dos- un tercer espacio más propicio, con una visión más amplia y menos sesgada, es decir, desde un punto medio, desde un punto de equilibrio. ¡Por eso era cierto que no hay dos sin tres!

 Quoc Khanh Bamboo Homestay.
El lago frente al hostel, ese día.

Pensé además que cuando la escuela de los pizarrones y los pupitres no se encarga de alimentar la inteligencia afectiva, debe hacerlo la escuela de la vida y que era por eso mismo que pensaba en estas cosas recién ahora, en el momento en que le decía a la nada, al todo, al ocaso: ¡Gracias por Vietnam y las vasijas de tres patas, vida!



Comentarios

Entradas populares