TODOS LOS CAMINOS CONDUCEN A ROMA (FINAL DEL VIAJE)

 En soledad prestamos apasionada atención a nuestra vida, a nuestros recuerdos y a los detalles que nos rodean.

Virginia Woolf


El día 1100 del viaje me encuentra madrugando en Scafati, una pequeña ciudad a pocos kilómetros al oeste de Nápoles, literalmente a los pies del volcán Vesubio. Es sábado y la ciudad duerme a persianas cerradas con la quietud de los pueblos al amanecer. Mis dos compañeras de casa también duermen. Salgo del departamento noventoso pisando con cuidado y levantando la valija para no hacer ruido. De camino a la estación, contra las baldosas rotas de las veredas viejas, vuelve a sonar el traca-traca-traca que, como de costumbre, anuncia un cambio.

El tren de las 7.11am me deja en la stazione centrale di Napoli, a unos 45 minutos de Scafati. Desde ahí sale mi tren a Termini, la parada final de este viaje que empezó en octubre de 2016, cuando salí de Argentina rumbo a Australia. Desde entonces he notado que armar la valija y escapar del invierno es sorprendentemente fácil. Ahora, en octubre de 2019, es otoño pero ¡hay que ver los días de sol que el otoño le regala a los tanos! En poco más de dos horas de traqueteo y Spotify llego a destino. El hall ancho y espacioso por el que arrastro la valija hacía la salida de la estación se me hace vagamente conocido, es mi tercera visita a Roma y ya he llegado en tren antes.

OTRA VEZ ROMA

A primera vista, esta vieja reina del imperio se ve exactamente igual que la primera vez que la ví: el rumor in crescendo del tráfico en las cercanías del centro histórico; las copas de los pinos piñomeros como nubes verdes y acartonadas bordeando la amplia vía del Corso; el Coliseo  coronando a la citta eterna al final de la avenida como una joya maciza y descomunal; las sirenas disonantes y urgentes de la polizia italiana que se acercan y se aleján, surcando el aire de la mañana como una serpentina. Cuando el día avanza y la tarde pestañea, el sol cae a jirones anaranjados por entre las columnas de las ruinas del foro romano, revelando motas de polvo milenario suspendido al trasluz, como si en esta hora mágica algo fuera a resurgir de entre los escombros de mármol. Todo me es conocido, pero de algún modo se ve diferente, distante, como si lo hubiese visto antes en un sueño difuso. Aunque acaso no sea Roma, sino yo, la que ahora es diferente. 

El foro romano al atardecer.

LA CAMINATA

Una de las cosas que no sabía cuando salí de casa hace unos años es que las caminatas (y sobre todo las que son en solitario y llevan por caminos inusuales) oxigenan la cabeza de una manera extraordinaria. En plena caminata las ideas se presentan más claras, los sentimientos más profundos y significativos, el cuerpo más habitado que de costumbre. Me resulta obvio ahora que son las actividades más esenciales (como la caminata y la respiración) las que nos tiran un cable a tierra. Así, la caminata se convierte en una especie de meditación en movimiento, en un ommm que acalla el traqueteo acompasado de la rutina, ese mismo capaz de adormecer pasiones y entorpecer voluntades. Una ciudad como Roma no está hecha para ser arruinada por la rutina. Esta vez traigo los ojos bien abiertos y me los voy a llenar de gusto a café y sol de otoño, pero además, en tres días voy a caminar la ciudad de arriba a abajo y, desde sus rincones más obvios, Roma va a decirme cosas que en visitas anteriores ni me sugirió; acaso imágenes que me ayuden a reflexionar sobre lo que han sido estos años fuera de casa.

LAS RUINAS 

En la mañana del segundo día salgo sin saber muy bien a dónde (buen comienzo para mi ejercicio de meditación andante, aun si no del todo consciente). Pronto me veo bajando por una avenida amplia en dirección al río Tíber, en el camino que va a mi barrio preferido en Roma: Trastevere  (literalmente ‘detrás del Tíber’). Voy sintiendo el sol tibio en la cara y pensando en el café que me espera, cuando me topo con las ruinas del templo de Apolo y me detengo. 

Ya he bajado por esta calle antes, pero no recuerdo haber visto estas ruinas. El templo (lo que queda, unos cuantos arcos en semicírculo en forma de coliseo) está prácticamente sobre la vereda, abierto al público y rodeando la baranda que lo separa de la calle, se llega en unos pocos pasos de grava al cartel desteñido que indica que Apolo era el dios del sol y la luz, la lógica, la razón, la música y la curación y que el templo data del 431 A.C.. El dios de la luz y de la curación… Mi mente se dispersa un segundo en rumias involuntarias antes de que me dé cuenta y las sacuda centrando mi atención en la calle. Las hordas de turistas parecen desbordar otras avenidas, por acá no anda mucha gente, lo que es extraño, porque el turismo aquí hierve en las calles a toda hora.

Vuelvo la atención a la piedra del templo y bordeando los arcos siento un olor pesado, a polvo suspendido, como de aire húmedo y abovedado. El olor de los siglos, si el tiempo oliera a algo. Estos arcos -se me ocurre- observan, impasibles, cómo vamos y venimos y como somos de breves, y guardan en las arrugas de la piedra como un secreto que los arcos no comparten, toda la sabiduría del tiempo. Apoyo una mano en la piedra, como para sentirme cómplice de esa verdad oculta y la siento fría, impávida. El peso de la historia que anida en las grietas de estas piedras es palpable, arrollador, pero incluso si la piedra hablara -me digo-, seguramente seamos demasiado fugaces y prematuros, aún en nuestro ocaso, como para ser capaces de comprender sus revelaciones. 

Pensando en los misterios que guarda el tiempo sigo camino y cruzo el río. Me intrigan los silencios de lo que me rodea y aún no descubro, o no entiendo, o no sé descifrar y me pregunto qué me ha revelado el tiempo mientras estuve fuera de Argentina.

En abril de 2013, en el aeropuerto de Ezeiza, pensaba que el tiempo fuera me daría perspectiva y claridad, que en un año iba a volver con las ideas más acomodadas, como si las ideas fueran piezas de un rompecabezas que se puedan encajar inequívocamente unas con otras. En todo caso, el tiempo ha tenido a bien llevarme a cambiar las preguntas que me hacía por otras más francas, más tentativas y menos inocentes.  Entendí, además, que a las ideas hay que revisarlas asiduamente. Por otro lado, y tal vez más crucialmente, el tiempo también me hizo ver que algunos de los misterios que aún no develaba, habitaban próximos, en mi misma.

LA VIEJITA 

Masticando reflexiones llego a Trastevere, un barrio de calles angostas y tonos terracota. Acá no hay estructuras grandilocuentes, este ha sido un barrio de trabajadores. Después de dar unas vueltas, encuentro un café que me gusta.

  Trastevere, Roma, Octubre de 2019

Aristocampo es un café en Trastevere enfrente de la chiesa Santa María della Scala. Una de esas plantas que trepan verdes y rebeldes ha tapado el nombre en la puerta. Todo acá tiene ese aspecto de desprolijidad encantadora, de desparpajo, de ‘qué me importa’. Es una mañana típica de domingo. Suenan las campanas con esa languidez penitente tan característica... tienen que estar llamando a misa. Alguien revuelve el café y se oye el sonido tenue de la cuchara contra la porcelana; un señor lee un libro y corre la taza vacía de su espresso hacia el centro de la mesa sin levantar la vista; una señora sentada detrás de mí habla por teléfono en italiano con voz pesada y espesa como si su vida fuera una pena. Lo cotidiano puebla las mesitas de hierro forjado, e imagino que son todos vecinos que viven a la vuelta de la esquina.

Aristocampo en Trastevere después de mi café.

Más tarde, caminando por el barrio, llego a la Basilica di Santa María, que recibe feligreses desde el siglo III, una cantidad de tiempo que me resulta mentalmente inabarcable. Entro, me siento en un banco frío de madera oscura e intento meditar, pero no logro concentrarme. No paro de pensar en Apolo, en el tiempo, en la luz, en la curación, en las preguntas nuevas que me hago y he traído hasta el final de este viaje como no me hubiese imaginado aquel día en Ezeiza.

A la salida, de espaldas contra uno de los arcos de la entrada, hay una viejita encogida y andrajosa que se mira los pies descalzos, doblegada por el peso de una joroba descomunal. Tiene la piel cetrina y ajada como la corteza de un árbol y se mece con la miseria de los viejitos muy viejitos que viven en la calle. Con la mano extendida y la palma trémula, espera por los que salen de la iglesia con el alma enardecida. La historia pesa -me digo, pensando en los arcos del templo de Apolo una vez más- y la suya parece haberle caído encima. Su ruego, un gemido monocorde y extrañamente ominoso, rasga el aire como un embrujo gitano, como si ella fuera el personaje fatídico de un cuento, de esos que se presentan con un mensaje contundente y oscuro. Al cruzar la plaza que se abre frente a la iglesia, el lamento me alcanza y me atraviesa y siento, llena de sorpresa por la angustia repentina, como me retumba por dentro, como si yo estuviera hecha de paredes huecas y la miseria de la mujer fuera el largo eco de una condena. No tengo monedas y no me detengo, dejando la pequeña plaza a paso vivo. 

Mientras camino, me pregunto si esa viejita habrá conocido alguna abundancia en la vida: la del amor, la de las noches de sueño tranquilo, la de los inviernos de manos tibias, la de la dignidad de los bolsillos llenos. Se me escurren pensamientos como por un espiral. Al fin de todo, ¡qué traicionero el tiempo! Capaz no sea sabio, impasible y misterioso como me pareció verlo en las ruinas del templo de Apolo, sino embustero, malhadado e impulsivo, asaltante en los lugares menos pensados, como las puertas de las iglesias y los corazones desprevenidos.

Camino mirando el entramado de piedras de la calle por unos largos segundos, como si recorriendo la cuadrícula irregular con los ojos me fuera a sacudir de la mente el sonido de la voz de la viejita.  Siempre me ha sido más fácil comerme los cuentos románticos sobre la vida y solo empecé a desaprenderlos realmente cuando tomé un avión. Por eso ahora, con el ruego de la viejita resonando en los huequitos que con el tiempo se me han empozado dentro, me recuerdo que ante las más bien intencionadas razones el tiempo puede jugar en contra; que la vida no siempre ofrece respuestas para justificar los desenlaces poco populares que toman por asalto a sus propios protagonistas; que la vida es prometedora pero no presenta garantías, aún ante la insistencia de los más crédulos o caprichosos; que la devoción (dentro o fuera de la iglesia) no es realmente lo que nos salva las papas si su objeto no somos, antes que nada y primero que todo, nosotras mismas. Me da la impresión ahora de que saltarse este paso de la receta (vierta primero una buena medida de usted misma en la mezcla) es un error garrafal que la vida, tarde o temprano, infaliblemente se viene a cobrar. 

LA BANDADA

Así, a fuerza de caminatas, reflexiones de fin de viaje y varios episodios de Coffe Break Italian (mi podcast de italiano) llego a la tarde del tercer día, que cae suave y tersa como un damasco sobre las terrazas, los techos y los árboles de una plaza pequeña.   Me siento a descansar en unas amplias escaleras de mármol gastado al pie de unas columnas dóricas enfrente de la plaza. Buen momento sacar mi diario. Esta técnica de reflexión (la caminata) funciona porque disipa el ruido mental y siempre intento anotar lo que surge de esa claridad, porque es cuando parezco expresarme con mayor firmeza (por eso a las incertidumbres hay que caminarlas). 

Agosto de 2019 - 

Pero enseguida me distrae un murmullo estridente. Sobre el recorte de cielo color pastel, al borde de la copa de los árboles de la plaza, una nube oscura y elástica se disipa y se estira y trina frenéticamente a intervalos regulares. Es una bandada en plena danza que se condensa, se arremolina, se contrae como la cintura de un reloj de arena, se expande redonda, impredecible, imposible de anticipar, negra contra el atardecer del cielo. Son cientos y cientos de pájaros, tal vez miles de alas.

El despliegue y repliegue dura largos minutos hipnotisantes y yo acodada en mis escalones, miro el espectáculo, extasiada. Se me ocurre que la naturaleza tiene mucho sentido del arte. La danza es mágica, imposiblemente sincronizada. ¿Qué la gobierna? No es de esos vuelos en V que con frecuencia vemos surcar el cielo.  En esos hay una coordinación central, un eje y una explicación bastante sencilla del comportamiento de la bandada, que se turna para ir de punta y manipular el aire, ahorrar energía y optimizar el vuelo. Esta bandada, en cambio, no parece estar gobernada por otra cosa que no sea la disonancia, la incertidumbre y el caos. No hay eje ni centro en esta nube informe. No es posible que cada pájaro pueda predecir las maniobras de los demás, mucho menos la de todos a la vez, ¡son muchísimos!. Tengo la sensación de que es imposible manejar tanta incertidumbre por mucho tiempo, que pronto, tal vez en este segundo, algún pájaro se va a desorientar y que todo va terminar en una maraña de pájaros enredados. Si las condiciones iniciales no hacen más que cambiar y cambiar, si las reglas de la danza no son constantes, no se puede sostener el equilibrio que impide colisiones; tiene esto que devenir en desbande, en fracaso.

Pero pasan los minutos y maravillosamente no hay desbande. Me han fallado las matemáticas….  Luego comprendo la clave: el manejo de la incertidumbre y la respuesta al cambio lo son todo. La bandada no controla ni contiene las variaciones que hacen que la danza no tenga dos pasos iguales, y ni siquiera es capaz de predecirlas, simplemente las cursa. La habilidad de los pájaros no está solo en controlar las maniobras de vuelo, sino en ser sensibles a las señales de cambio que las guíen dentro del grupo. Et voilà, la moraleja de los pájaros en el atardecer romano: sentir y tomar las cosas como vienen, surfear las olas de cambio e incertidumbre en vez de intentar frenarlas, transforma la energía vital en obra de arte. Me recuerda a algo que leí por ahí: 

Just like nature, I am always changing; and for every phase I'm grateful.

'Murmullo' de estorninos sobre Roma.
En inglés se llama 'murmuration', que me gusta como suena. Hay varias razones por la que, dicen, estos pájaros se comportan así, entre ellas para protegerse de los depredadores o antes de tomar refugio para descansar.La foto no es mía, se ve que me dediqué a observar el espectáculo en vivo, porque no conservo ninguna foto de ese momento.

Después de un buen rato de mirar el cielo acodada en el mármol, siento el cuello entumecido. Me muevo, guardo el diario junto con la copia en italiano del Principito que me compré más temprano y me levanto pensando que es verdad eso de que todos los caminos llevan a Roma; ¿o acaso no todes recorremos el camino que pasa en algún momento por la exploración, el desencanto, el aprendizaje? Bajo los escalones de mármol algo obnubilada en el último atardecer de este viaje. Va a ser mejor ir volviendo, mañana tengo un vuelo temprano. ¡Qué siete años han sido! Las ruinas, las viejitas, las bandadas, lo agradezco todo y lo suelto, para seguir tendiendo camino.


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