TRAS LAS HUELLAS DE LA HERENCIA TANA Y LA CIUDADANÍA: UNA CRÓNICA


‘Perchè ridi, sei contenta?’



A las 13:50 del martes 5 de abril de 2022, en unas de las primeras tardes tibias del año, me senté en un aula y prendí la computadora. Ya hacían cuatro meses que enseñaba inglés en Global Find en una ciudad que se llama Scafati, cerca de Nápoles, mientras esperaba que los tanos (napole-tanos, incidentalmente) escucharan por sobre el batifondo de su propia impetuosidad que sí, que aunque no hablara italiano me correspondía la ciudadanía, por ley. 


Tenía también algunos alumnos particulares online, que algunas veces se arrogaban el derecho de cancelar sus clases a último momento, como esa tarde. A la hora que hubiese empezado la sesión de Zoom me sobresaltó el teléfono que suena poquísimas veces y que jamás atiendo cuando estoy enseñando. Era un número italiano:

 

- Pronto

- Signora Victoria Loggio?

- Si

- La chiamo del comune di Scafati [italiano indescifrable] firmare [indescifrable] la cittadinanza, quando può venire?

- [CHAN] …oggi.

- A che ora?

- …

-  Alle tre e mezzo può?

- sisi

- Va bene, la aspetto. Prego, prego.


LA BÚSQUEDA

Había hecho el primer intento por encontrar a mis Italianos en 2014, pero la pista que tenía no era acertada y todo quedó en un viaje de fin de semana a Florencia; una deslucida aventura en un pueblo polvoriento en compañía de un viajero sesentón del hostel y una infructífera visita al archivio dello stato de la Toscana. Ahora sospecho que mi inadvertido desapego (rayando en un total desinterés) por el futuro a mediano/largo plazo tuvo algo que ver en el abandono de una búsqueda aletargada. Años después, cuando en noviembre de 2019 aterricé en Argentina para reorganizar ideas y rearmar el juego del viaje que venía perdiendo momentum, el sentido de urgencia me sacudió de un cimbronazo: encontrar a Felipe Loggio, el tatarabuelo agricultor que hasta ahora me venía eludiendo, resolvería mis planes a corto plazo. Por algún tiempo, mientras estuve en casa perdida en la nebulosa del post-viaje, no me ocupé de otra cosa que una búsqueda inusualmente exhaustiva y meticulosa para mis estándares personales de ideas y planes al viento. Pero todo el trabajo detectivesco resultó infructuoso, como lo resumieron las dos líneas de telegrama que me respondió (un año más tarde) la diócesis de Tortona, por allá en el norte, cerca de Milán:
No existe ningún Felipe Loggio en nuestros registros.
Habiendo rastrillado todo el terreno y recurrido a todas las fuentes existentes, en ese momento tuve la certeza de haber llegado al final de un callejón sin salida. Felipe sigue siendo un misterio hasta el día de hoy. Sin embargo, por las venas y los bigotes de papá Daniel Aníbal no corre otra cosa que una italianidad galopante y buscando, como quien no tiene nada que perder más que tiempo pandémico, encontré que su bisabuelo por parte de madre, Angelo Terenzano, había nacido -por obra y arte del universo-, en una diócesis mucho más diligente que la de Felipe: en 20 días desde dar con una dirección de mail, recibí una copia del acta de nacimiento en el correo.

EL VIAJE

Ahorrémonos los detalles engorrosos; el trámite es laberíntico. El resto de los papeles tardó un tiempo en ser recolectado, sellado, apostillado y enviado; pero la vida no espera, así que decidí adelantarme. A mediados de octubre de 2021 llegué a la estación de Atocha en Madrid y me senté a esperar el tren a Barcelona con la certeza de que después de dos años estaba felizmente de camino otra vez. De camino a dónde no era algo que tuviera del todo resuelto, pero la impredictibilidad de lo que viene no es precisamente lo que llena las páginas de mi diario de viaje -atípicamente para quien ha nacido bajo la influencia de virgo, según he escuchado decir recientemente. 

Pasé cinco semanas en Barcelona, un bálsamo de un millón y medio de habitantes a la vera del mar después de dos años de margen para largas tardes de languidez meditativa en Concordia. Fiel a la herencia de la única costumbre australiana que arrastro aún, recorrí la ciudad en busca de buen café y encontré un par de lugares que usaría para tardes de workshops de conversación en inglés y para editar (traductores agarrense las pelucas) las traducciones que hice del español al italiano de partidas de cinco generaciones de nacimientos, matrimonios y defunciones de los Terenzano-Loggio. Predeciblemente, los talleres de conversación fueron más amenos y los conduje con bastante más soltura. Las traducciones al italiano -que no hablo- me llevaron algo más de un par de horas, varios modelos que me prestó mi amiga Ivonne y un buen diccionario bilingüe.

Mandé a traducir dos de las actas porque no tenía modelos para compararlas. El italiano que se haría cargo de mis traducciones y pondría la firma en el juzgado de paz para certificarlas, se vió sorprendido por la precisión de la redacción, ´Sos la número uno!'.




Cuando todos los papeles estuvieron listos para ser mandados desde Argentina, viajé a Génova, ciudad portuaria en el norte de Italia, donde vive mi amiga Miki, que me alojaría por la duración del trámite.  Sin embargo,  mis planes, que suelen estar hechos de papel manteca, se deshicieron a poco de llegar, cuando decidí seguir viaje hacia el sur, donde había una opción que parecía más conveniente…


¡El frío y la incertidumbre de la noche que dejé Génova! Ocho horas de colectivo más al sur, uno de los dos aflojaría, ¿adivinás cuál?

La carpeta completa debía llegar en cinco días por correo certificado, pero la recibí cinco semanas más tarde. La travesía kafkiana del paquete resultaría ser un anticipo de lo que vendría.


SCAFATI

Hace tiempo noté que el itinerario de mis viajes ha pasado exactamente dos veces por todos los lugares donde alguna vez viví y esta vuelta por Italia no sería la excepción. Era la segunda vez que arrastraba mi valija desde la estación de tren por las baldosas flojas hasta el mismo departamento noventoso en Scafati, donde había pasado un par de meses dilatorios en el 2019 después de dejar Australia, en un intento de posponer la vuelta a casa. 

Una ciudad-pueblo desdeñada por sus propios habitantes, Scafati no tiene mucho que ofrecer a los extranjeros si lo que se viene buscando es el bullicio de ciudades cosmopolitas o el encanto de los viejos pueblos europeos. Lo que Scafati sí ofrece es un baño de italianidad dura y pura, porque nadie es más italiano que los tanos del sur.

Me demoraría cinco meses en esta ciudad acogida por mis anfitrionas, Daniela e Ida, que pensaron saber a lo que se estaban exponiendo cuando aceptaron recibirme por segunda vez, pero que jamás se hubiesen esperado las colas en oficinas públicas y hospitales que se les venían; ni todos los llamados telefónicos que deberían hacer, ni la redacción de mails o los favores a pedir en el registro civil para que mi empresa no hiciera agua. Fueron ellas las que hicieron que mi viaje a Scafati valga la pena, pues el trato con los responsables de llevar mi trámite y la vida de pueblo serían algo espinosos.

El tiempo que pasó desde mi primer día en diciembre de 2021 hasta mi último día en mayo de 2022 fue suficiente para aprender un par de cosas básicas, a saber:
  • Los clips de Primo appuntamento (Blind dates o Cita a ciegas) que hay en YouTube vienen re bien para aprender italiano si sos principiante.
  • Para evitar la desgracia de un mal trago, jamás pedir un cappuccino - en ningún lado, en ninguna parte de Italia.
  • La pizza napolitana está sobrevalorada (sorry).
  • Los italianos realmente viven por y para las tres P (pizza, pan y pasta), sin embargo no se los ve rodando por las calles como masas humanas de carbohidratos. 
  • Notoriamente, cada municipio o comune es un mundo aparte y no importa tanto la ley sino el grado de conocimiento,  interpretación o predisposición de los oficiales a cargo cuando se trata de trámites como el que yo había venido a hacer.
  • El binge drinking ocurre por la mañana, con shots de café.
  • Los italianos tienen una dificultad atávica y por tanto insuperable para escuchar, lo que explica por qué son tan testarudos (¡y por qué los argentinos son tan testarudos!).
LA BUROCRACIA 

Un día antes de navidad viajé a Nápoles para acercarme a una juntada de argentinos desconocidos en un hostel en el que nunca había estado. No sé muy bien qué me empujó a ir, seguramente la soledad pueblerina. En ese hostel dí con el contacto de una persona que firmaría mis traducciones y así certificar mis actas y así poder entregarlas.


Para mi consternación, a poco de haberme instalado, develé la verdad: el trámite de ciudadanía por descendencia era algo inédito en Scafati; nunca nadie lo había hecho. Se trataba de un buraco burocrático que, una vez descubierto, trajo inconvenientes por entorpecer el usual manejo de los funcionarios públicos, quienes no estaban dispuestos a zanjar dichos asuntos. 

El responsable del registro civil, il signor Marino, un napolitano petiso y grueso de manos anchas y antagonista principal de esta historia, no era la excepción: no tenía la más pálida idea de qué significaba lo de la ciudadanía por ius sanguinis, ni la más remota intención de informarse.

Para darse una idea, una puede imaginar que il signor Marino era como la versión masculina de la reina de corazones en el país de las maravillas. Dueño del típico mal genio de no pocos empleados públicos y guardián de una furia mal contenida, en mi primera visita a su oficina, negó enfáticamente que aquello que yo pedía fuera de su competencia y me mandó a la prefettura, donde, según creía, deberían atender trámites de los que él nunca había oído hablar.

Nunca me dijeron tanto que no como en Italia.

En los dos meses que siguieron, usé mi italiano inventado para hablar con gente que no supo darme respuesta satisfactoria a una sola de mis preguntas e ineludiblemente, el laberinto de callejones sin salida desembocaría otra vez en el reino de pasillos amarillentos y anacrónicos del signor Marino. 

Cuando llegué al pie de su trono por segunda vez, ya había averiguado que necesitaba un formulario que él hubiese debido proveerme para avanzar con el papeleo. Por supuesto que no lo tenía. De todas maneras y como para mantener las apariencias, revolvió vagamente algunos papeles sobre su escritorio antes de reclinarse en la silla noventosa y frotarse las manos con impaciencia, como un capo mafioso que delibera qué hacer con una situación desagradable. Ante mi insistencia, murmuró algo indescifrable en palabras pastosas y viendo mi cara de desconcierto, agregó con malicia algo así como:

- Ma tu non parli italiano e non capisci quello che dico.

Sus palabras exactas me escapan ahora, siendo mis recuerdos en italiano reducciones simplificadas y minadas de errores gramaticales por razones obvias (que no hablo el idioma).

Ante semejante trato, lo normal hubiese sido emprender la retirada, pero este hombre era el único que podía atender mi trámite y, por lo tanto, me acomodé en la silla preparándome mentalmente para volver a embestir a su impunidad de funcionario público que, de tan herida y rabiosa, echaba espuma por la boca. Mi arma (en la que ingenuamente confiaba a ciegas por estar amparada por la ley), era la circolare k28 que había llevado impresa. Se trataba de una comunicación de carácter obligatoria emitida por el gobierno italiano en 1991 en el que se detallan instrucciones sobre quiénes, dónde y bajo qué condiciones se puede reclamar la ciudadanía por descendencia en Italia, a quién le compete atender el trámite y de qué manera. La reacción de aquel hombre ante la circular fue la misma que si le hubiese extendido sobre el escritorio el papel de diario con el que envolvían el pescado en el mercado de a la vuelta. Sin siquiera leer la primera línea del documento, volvió a frotarse las manos, como parecía que era su costumbre cuando su respetabilidad se veía amenazaba y, sin levantarse, arrastró la silla de oficina hacia la computadora.  ‘Des-cen-den-za iuris sanguinis’ tipeó con dos dedos impacientes en Google, mientras separaba en sílabas en voz alta y después ‘Dove chiederla'. Acto seguido, leyó por primera vez lo que eso significaba y como la información no esclareció nada, se paró con presteza a buscar algo en una agenda de bolsillo que había al lado del teléfono de línea. Después levantó el tubo, marcó un número y esperó con aire de haber recuperado la autoridad. Al colgar volvió al escritorio con gran complacencia diciendo que, efectivamente, él no era el responsable de hacer ese trámite:

-Deve rivolgersi alla PREFETTURA! gritó, perdiendo todo el decoro que había logrado fingir a duras penas hasta ese momento.

Nunca me habían tratado con tanto desdén.


Semanas después, cuando ya había agotado todas los medios posibles, mis anfitrionas decidieron intentar con el último (y despreciado) recurso disponible: pidieron un favor a un conocido que trabajaba en el registro civil que allanaría el camino con unas pocas palabras de ‘aliento’ a mi amigo del registro. 

Una vez superado ese escollo, esperé pacientemente otros 45 días a que se haga efectiva mi retrasada residencia en la ciudad (sin la cuál no se puede tramitar la ciudadanía en Italia) y el día 46 marché al registro civil a hacerle otra visita al signor Marino, que tras haber sido azuzado,  ya había cambiado su discurso:

- Loggio, sí… eccola quá - dijo, trayendo al escritorio un expediente con los documentos fotocopiados que yo había entregado (no recibían originales). Aún ni lo había abierto.
-Ma non possiamo farlo oggi, mi serve tempo per preparare i documenti.
-Si, certo.
- La chiamo tra dieci o quindici giorni.

Este hombre aún no parecía saber que debía corroborar los datos con las autoridades en Argentina antes de finiquitar el trámite y que esto podría tomar semanas o incluso meses. No le comenté de aquel usual retraso, aunque sí le dejé el correo electrónico de la autoridad competente en Argentina escrito en birome dentro de la carpeta con las actas, lo que desestimó con un ‘si, si’.

Lo llamé dos semanas después y no estaba en la oficina. Me devolvió la llamada al día siguiente después del almuerzo, cuando en vez de una llamada telefónica del registro esperaba la llamada de Zoom de aquel alumno. Quando puó venire? había preguntado. A las tres de la tarde estaba ahí. Las profes de la escuela se habían ofrecido a acompañarme, pero el lastre del hábito hace que tenga el ‘no’ fácil para esas cosas.

Llegué temprano, era la hora lenta de la siesta y la tarde estaba soleada y tibia. Cuando entré y me anuncié con el portero, il Signor Marino apareció desde atrás del mostrador donde había estado matando tiempo y me indicó que lo siguiera a su oficina. Pelado, de andar ligeramente pingüinesco, con sus sesenta y cinco años (le calculé yo), este hombre podría haber hecho del malo en cualquier película.

-Prego, accomodati.

Yo arrastré la silla pesada de mi lado del escritorio para hacer lugar y me senté mientras él conversaba animadamente.

- Resterai a Scafati? Sei residente ora, vero?
- Rimango qui per un tempo, sí. Voglio imparare l'italiano.

Esa fue una verdad a medias. Desde el primer día, la duración de mi estadía en Scafati había estado circunscripta al trámite, pero no había necesidad de hacerle saber eso a este hombre que, después de tanto desprecio e impaciencia, ahora se aprestaba a cerrar mi trámite entre comentarios amistosos.

- Capisci l'italiano?
- Si parla piano lo capisco.

Il signor Marino empezó entonces a leer el acta que tenía en la computadora: ‘Inanzi a me…’ lo que me recordó que yo misma había hecho la mayoría de las traducciones de las actas al italiano. Entendí todo. Le indiqué que mi fecha de nacimiento estaba equivocada, la enmendó y se paró a buscar papel para imprimir el documento. En este punto yo estaba bastante asombrada con la rapidez que había salido todo al final y en vistas de su buen humor, cuando se sentó de nuevo, le preguntarle:

-Dell'Argentina hanno risposto rapidamente?

Frunció el ceño y se volvió a parar.

-A noi? 
-Si.

Ignorando mi pregunta por completo (seguramente sintiéndose amparado por el hecho de que mi italiano era muy rudimentario), se volteó a buscar la impresión del acta para que yo firmara en presencia de las cuatro paredes atestadas de mobiliario y papeles que languidecían en desbordados biblioratos de los 80. Después de cinco meses y sin mucha ceremonia, firmé con una birome que me pasó.

No había más, así que puse mi carpeta con los documentos originales (que nunca me pidió) bajo el brazo para irme y me dió por reir. Il signor Marino, demostró su asombro empujando las cejas que le arrugaron aún más la frente:

-Perchè ridi, sei contenta?

Cómo explicarle a este hombre lo que aquello significaba para mi? No dije nada; no podía. Lamentablemente, no había aprendido suficiente italiano en esos meses. Al ver mi reacción, se sintió satisfecho e ineseradamente, en la puerta extendió la mano como para darle algo de formalidad al cierre de un trámite bien hecho. Me felicitó con tono afectado y un apretón de mano firme y rápido nunca antes ensayado en su oficina para después alejarse por el pasillo con el acta en la mano. Lo miré desaparecer al fondo del pasillo parada frente a la puerta abierta de su oficina vacía, masticando un poco mi incredulidad: se me ocurrió que lo llevaría a algún archivo atestado de documentos olvidados para dejar que se lo trague el tedio de algún polvoriento estante metálico. Ahí iba la prueba de mi italianidad a perderse en las entrañas del sistema burocrático napolitano; ya nadie podría constatar datos, refutar traducciones o dudar de la veracidad de lo que il signor Marino había dado fe ciega.  Caí en la cuenta de que aquello que me había demorado tanto tiempo en esta ciudad y a lo que había empezado a temerle, fue exactamente lo que me terminó facilitando las cosas: Il signor Marino, que se arrogaba el derecho de desdeñar la ley en tanto le quedaba cómodo, se creía dueño de la verdad y era santo de su propia devoción. Su sentido de la omnipotencia tana, bajo la influencia de la cuál dictaminaba verdades absolutas e inapelables, lo mantenía bajo la impresión de que no existía autoridad competente alguna capaz de contradecir sus decisiones y directivas, tal es así que no se había tomado la molestia de comunicarse con el consulado Italiano en Argentina (como lo marca la ley), para corroborar la validez de cinco generaciones de actas de nacimiento, matrimonio y defunciones de la familia Terenzano, italianos del norte.

Salí del registro sintiendo esa luz invisible que se prende como un reflector y que emana del pecho cuando te sentís satisfecha de ser quién sos, de las cosas que has logrado y de lo despejado que se ve el camino por delante, como si fuera una pista de despegue.

Al sol de la tarde soñolienta, ví el Vesubio dormitando por encima de los techos de Scafati como si fuera lo más lindo que hubiera visto en los últimos meses y lo llamé a papá:

- ¡Hola, Flaqui!
- ¡Gordi! ¡Soy italiana!

Profesión de amor  propio post-trámite:
soy reina del mundo, emperatriz de los vientos y la vida (semi) nómade; dueña de mis siestas y hacedora de mis logros.







Comentarios

Entradas populares