El trópico australiano: la vida en la palmera


What if I said, ‘Let’s run away’?
A one-way ticket to an exotic place
Dance and scream and shout in the pouring 
rain
Find serenity in the great escape
-MAGIC!


voy por mi café takeaway a un restaurante de paredes blancas con mesas y deck de madera al aire libre. Mientras espero, me siento en la barra del bar, de espaldas al mar, que se alcanza en unos cuantos pasos descalzos del otro lado de la calle. Adentro, en el techo alto y blanco, las aspas de un ventilador desganado echan sombras intermitentes y elongadas sobre el metal de la máquina del café y me quedo viéndolas por un momento. Desde que llegué a este lugar, pareciera que por el esfuerzo de no perderse ningún detalle, mi mente se hubiera desacelerado. El estrés, ese animal de carrera que se ocupa de las reacciones, ahora trota con fiaca por las fibras de mi cuerpo, que tarda una fracción de segundo más de lo normal en reaccionar.

-Cappuccino?’ 

pregunta el barista en un inconfundible acento italiano, jugando a poner cara de que lo estoy importunando en el bar desierto. Yo solo sonrío, porque trabajo aquí y él hace mi café todos los días.


El eco de los dos golpes secos de la máquina de moler el café es el único sonido discordante en la explanada a la hora de la siesta en este pueblo costero de Australia. El aire de mar mezclado con el aroma a café recién molido, huele a que no hay otro lugar en el mundo en que debiera estar ahora mismo. Es el mes de junio, y parece como si el trópico recién abriera los ojos y se estuviera desperezando largamente, volviendo en sí del descanso de los excesos en que se le fue el verano. No muy en el fondo, el trópico es de corazón pasional. Arde con calores coléricos y se ahoga en diluvios de gotas gruesas de noviembre a marzo. Pero ahora está calmo, lleno de paz luminosa. 

Cuando el café está listo, lo tomo entre las dos manos y cruzo la calle hacia la playa. Me detengo un instante en el pasto, debajo de las palmeras, en un segundo insignificante para la vida del trópico, aunque tal vez esencial para la mía: La brisa confianzuda juega a enredarse con el vestido de una chica que pasa por la orilla, le despeina el lomo dorado a un perrito de pelo largo, estremece las hojas de las palmeras con susurros suaves sobre mi cabeza. Considerando las vueltas de la vida que me hicieron llegar hasta Palm Cove por segunda vez, tomo un sorbo del café y me siento en el pasto con la sensación de estar entrando un poco en trance, o en el sopor de la siesta, pero igual saco mi agenda de viaje del bolso playero.

Verano del 2019. Pudo haber sido cualquier mes del año.
Esa era una típica tarde libre mientras viví en el norte tropical de Queensland, en Australia. Para esos días, mis anotaciones se había vuelto esporádicas. Mi dierio tenía varios años y muchas páginas que mecánicamente, abrí al medio. No solía hacerlo, en general, solo me ocupaba del último cuarto de hojas en blanco, pero ahora se me había antojado que leería una entrada al azar, la primera que viera en la página que había abierto.

Dublín, Irlanda, mayo de 2016. 

Si la mente pudiera transportarme ya hubiese vivido, por lo menos, en cuatro países diferentes incluyendo Australia y Nueva Zelanda, hubiese dado la vuelta al mundo entero persiguiendo el verano y ahora viviría debajo de una palmera en alguna playa de por ahí.


De vez en cuando, al leer entradas antiguas de diario, encuentro lo que parecen ser avisos, mensajes subliminales, interrogantes o, incluso chistes malos (como conté aquí, por ejemplo), que la Victoria de ese momento no escribía (conscientemente) a tal fin, pero sin querer dejaba como migajas en el camino a los recodos aún no explorados de mi propia mente, para que la Victoria de un tiempo futuro los descubriera. En cualquier caso, esta entrada no presentaba mayor misterio, yo siempre gravito hacia la playa, porque me lleva el cuerpo. Por eso, esa vez, lo único sorprendente era que la réplica de esa anotación antojadiza pudiera ser tan literal en la vida real. 

El aire de la tarde era tibio y dulce como una caricia y sentía que podía quedarme tirada en el pasto panza arriba, viendo el cielo por entre las hojas de las palmeras, por el resto de la tarde. Cerré los ojos y se me vinieron a la mente los meses no muy lejanos que viví en Melbourne, y trabajé como cocktail waitress en un hotel cinco estrellas en el corazón de la ciudad. Me acordé de mí misma en el trabajo y se me dibujó una sonrisa. El rescuerdo inesperado me hizo abrir los ojos, por lo que me había hecho ver: en ese tiempo que pasé balanceando bandejas de copas de fino cristal inestable, no derramé una sola gota. Aún trabajando enfundada en un vestido de esos que te mantienen derechita y te permiten solo pasos cortos, los Espresso Martinis aterrizaban sanos y salvos en las mesas enanas del bar.  Inclinarse a la altura de aquellos sillones para descargar la bandeja llena de copas tambaleantes, peligrosamente cerca de las prendas de diseñador de los huéspedes, constituía una maniobra de deporte de riesgo, cuyo único equipo de protección eran una capa más o menos gruesa de maquillaje y un peinado de salón. Me reí sola, después de la experiencia de los últimos meses en el trópico, me pregunté cómo había logrado aquello en Melbourne. Tal vez la clave había estado en eso que anoté a poco de llegar a Australia:

Melbourne, Australia, noviembre de 2017

He intentado buscar trabajo cerca de la costa, pero la playa me distrae mucho, siempre termino sacandome las zapatillas y poniéndome los auriculares para bajar a caminar por la arena. Creo que vivir cerca del mar va a ser contraproducente mientras no encuentre trabajo. Aunque ojo, Melbourne no es un paraíso entre las palmeras, y el clima es muy temperamental, capaz voy a tener que seguir buscando.

Solo meses más tarde, me subí a una caravana y me bajé 2800 kilómetros más al norte, en esta playa, donde descubrí que en el trópico casi no surge la necesidad real de calzarse y desconectar los pies de la tierra.

Look de cocktail waitress.
Hotel QT de Melbourne.


Ya lo había predicho en mis anotaciones, aquí los Espresso Martinis no correrían la misma suerte que en Melbourne. Es que no distraerse en este lugar,  donde nunca es invierno y me podía dormir en la arena, viendo bajar el sol y subir la luna por el filo del mar, requería de un esfuerzo mayor del que yo era capaz. Con el correr de los días, descubrí también que aquí arriesgaba la vida tal como la conocía, con la decisión de caminar hasta casa después del atardecer. Una simple caminata no era lo mismo que en cualquier otro lado. Aquí era posible que en el trayecto se me colgaran las estrellas al cuello, me saltara un wallaby al encuentro, o me contara los pasos el murmullo de la marea.

En este lugar no había edificios altos que arruinaran la vista del cielo, ni  tampoco demasiado tráfico; el pueblo era tan pequeño, que se recorría andando, y sin embargo, allí estaba contenida esa inmensidad de los espacios abiertos que se extienden más allá de la vista. Como la playa de noche, cuando el horizonte se ve como un doblez entre el cielo y el mar. Aquel día, tumbada bajo las palmeras, algo embelesada por la calidez hipnótica de la tarde, pensaba en todo esto, y reivindicaba mi vida viajera, ya que  por gracia de esa tendencia al nomadismo, todo aquello se había convertido en mi cotidianidad.

 Estuve dos veces en el trópico y en total pasé allí un año. Ese tiempo me fue más que suficiente para ver que hay filtros y preocupaciones y reservas y especulaciones que es normal abrigar en la ciudad, pero que aquí caen por tierra, por irrelevantes, tornándose en representaciones minúsculas de un yo menos apacible que te acompaña cada vez menos. Es que el horizonte y la inmensidad no saben especular (a diferencia de aquellos monstruos multifacéticos de concreto) y, entonces, pierden de vista la nimiedad de los detalles mezquinos que empiezan a camuflarse con la vegetación, el  agua y la arena. Cuando esto sucede, tu propia vista es la que se va aclarando para ver un panorama más vasto y abarcador, que tiene más resonancia con lo que de verdad alimenta el alma. 

Cape Tribulation, a un par de horas de mi palmera.

En estos espacios abiertos donde se respira poco más que solo naturaleza, las interferencias para sintonizar con los pensamientos y las emociones son pocas. No diré que aquí es más fácil manejarlos, pero sí que es más fácil escucharlos. Así es que en esa época vivía como en un estado de alborozo, aparentemente tan cómoda dentro de mi misma, y tan llena de despreocupaciones, que los pensamientos eran hondos como suspiros, pero livianitos como gorriones. Tanto, que cuando me descuidaba, se volaban en un par de aleteos.

-Algunas veces me pregunto qué hay en tu cabeza. 

Me dijo un día P., el mismo bartender que me hacía los capuccinos de la siesta, mientras pulía copas atrás de la barra. Su expresión era una mezcla de burla y curiosidad. El restaurante estaba diseñado de tal manera, que el bar había quedado en el centro y no solo era un cuadrado reducido, sino que además tenía una vista que abarcaba 360 grados. Él podía ver casi todo lo que pasaba fuera de su cubículo.

 -Vas de acá para allá como en otro mundo, como entre unicornios y mariposas. 

Insistió, agrandando la sonrisa y haciendo el ademán con la mano de mi habitual  caminata a los saltitos. Yo me encogí de hombros y me reí de buena gana, era cierto que por ahí cantaba por lo bajo preparando mesas para la cena, cuando creía que nadie me escuchaba, y que me reía vagamente de quién sabe qué, escribiendo los especiales del día en la pizarra, de rodillas al lado del jardín de hierbas. Pero no era solo eso. P. sabía que yo podía llegar a ser un desastre de olvidos y derrames... Alguna vez habré llegado a la barra con la mente en blanco, y me habré quedado parada mirándolo, tratando de recordar qué había sido eso que me habían pedido y no había anotado. Entonces él, ya sin sorprenderse, me decía:

-Dónde estacionaste el unicornio hoy?

 El chico hacía su trabajo con mucha dedicación, tenía mucho ojo para el detalle y poca tolerancia para los errores, era italiano de la región sureña de Campania y la paciencia no le sobraba. Tampoco le sobraban los pelos en la lengua y en más de una ocasión me llevé un reto. Una vez, cargando tragos en la bandeja frente a la barra, me tiré dos gin & tonics y un Aperol spritz en el pecho. Sin moverme un centímetro de la barra, había pasado los tragos de allí a mi bandeja y de la bandeja, me los había tirado encima. Difícil explicar cómo. Sea como haya sido, me había reído ante el absurdo y la mirada atónita de A., mi compañera, antes de correr a cambiarme la ropa embebida en gin y Aperol y dejar que ella tomara la gritadera de P. por mi. Más tarde, cuando el ritmo de la cena había amainado, A. se había acercado:

-No sé cómo te podés reír, encima delante de P. y en el rush de la cena, yo me hubiese muerto de los nervios.

 Pero mi torpeza estaba más allá del bien y el mal, y a esto también lo sabía el supervisor, un francés que nunca me recriminó absolutamente nada, pero que solía asignarme la sección más pequeña del restaurante, como para minimizar los daños. 

Hablando de daños, Palm Cove era una joya camuflada entre las palmeras con una arista de aparente peligro: era  zona de cocodrilos. Yo no vi ninguno y, en general, no solían avecinarse a este pueblo, pero eran parte de la fauna autóctona, como lo advertían los carteles a lo largo de la playa. Un día caminando por la explanada, cuando esto todavía era una novedad para nosotros,  un amigo con el que había llegado desde Melbourne, tuvo una ocurrencia y me bautizó:

-Ya sé como te voy a decir! Coco! por la sonrisa grande como la del cocodrilo...

Desde ese día, no solo él, sino casi todos allí, empezaron a llamarme 'Coco'. Y acaso la vida en el trópico me confirió alguna de sus características:  lenta y sin apuro cuando me daba el sol, a pura ‘sonrisa’ imperturbable, de manitas poco diestras para cargar bandejas. Me hubiese preocupado si además, también me hubiesen empezado a salir escamas en la piel pero, por lo otro, no lograba hacerme problema. Y pensar que en tres años de trabajo en el bar de Irlanda casi no recuerdo haber derramado más que una pinta de Guinness un día que había cargado ocho pintas en una sola bandeja. Aquí, sin embargo, había superado todo ampliamente y me guardé el último pequeño gran desastre para el final.

Fue en el día de navidad. Australia trabaja media jornada el 25 de diciembre y el restaurante donde yo trabajaba se lucía con un menú exclusivo de seis platos. La gente hacía sus reservas con bastante anticipación y todo tenía que ser cuidadosamente planeado y organizado, porque como es de esperar, era un evento especial. Llegado el día, como si cada uno de nosotros hubiese sido un engranaje en una máquina bien aceitada, las cosas marcharon sin inconvenientes. Todo se veía muy bien, incluso las mesas que, en general, sin mantel le daban un look casual y descontracturado al lugar,  ese día estaban cubiertas de blanco, dandole un aire festivo y elegante al ambiente.


Equipo de navidad.

Cerca de las cuatro de la tarde, después de un par de recambios y algunos trotes, gran parte del restaurante finalmente se había despoblado. Había salido todo bien. La mayoría de las mesas eran ya lagunas blancas y solitarias de migas y marcas de vino tinto, pero los grupos tardíos del recambio seguían de sobremesa, y uno de ellos en mi sección. 

Para terminar con la última comida que necesitarían en toda la semana, esta familia de cinco me pidió una ronda de cocktails. Cuatro lychee & dragon fruit daiquiris. Lychee y dragon fruit son dos frutas tropicales, el lychee es dulce, pero el dragon fruit no sabe a nada, aunque es de un lila muy bonito que le da color al trago. Aquí este cocktail se hacía con bastante hielo que se procesaba junto con el ron y las futas en la licuadora. Recién servido en la copa de pata larga, era muy espeso y parecía un helado. Con cuatro de esos en mi bandeja llegué yo a la orilla de la mesa. A pura sonrisa, tanto ellos como yo, todos ya satisfechos, intercambiamos palabras amables mientras yo descargaba los tragos con una de las dos manos y sostenía la bandeja con la otra, a la altura de mi hombro.

-Después de esto nos vas a tener que empujar calle abajo para que rodemos hasta casa.

Apoyé el primer cocktail sobre la mesa riéndome del  chiste. Hice lo mismo con el segundo, excepto que esta vez me estiré un poco más, para alcanzar el lado opuesto de la mesa. Lo sentí en la mano antes de haberlo visto. Todavía me quedaban dos copas por descargar, pero de golpe la bandeja se hizo más liviana. Tuve que volverme y girar la cabeza para ver lo que había pasado: los dos daiquiris que quedaban se habían zambullido de cabeza en la espalda del vestido navideno de la señora que tenían a mano, regando todo el hielo lila aquí y allá en su pelo y su cara, el interior de su cartera y sus zapatos.

Está claro que en circunstancias mortificantes como esas, no hay mucho que se pueda hacer por salvar la velada, más que disculparse. Además de eso, yo atiné a manotear el mantel blanco de la mesa que tenía detrás, con la rapidez del mago que hace el truco de sacar el mantel por debajo de la vajilla servida, excepto que esta mesa estaba vacía y que mi movimiento fue bastante menos agraciado del que se esperaría en un espectáculo. Y sí, con el mantel le limpié la espalda a la señora. Si mal no recuerdo, también se lo dí para que limpie su cartera. Era la última mesa que me quedaba y ese fue el último pedido que tomé. ¿Cuántas chances había de que pase lo que pasó? todas: la moza era yo. Sin embargo, por obra y milagro de los aires tropicales, esa gente se despidió sin quejas.

En contra de lo que mi escaso sentido del equilibrio y mi mente itinerante podrían dar a entender, yo había hecho buenas migas con todos en aquel restaurante y esa noche compartiría la cena de navidad con ellos. La tarde después de haber dejado atrás el papelón, ya lista para el festejo de navidad propio, me encontró en lo de P., ayudando a cargar su auto con bebidas, cajas de botellas, copas varias y utensilios para montar un bar express en la casa donde sería la cena. Todavía estabamos cargando cosas cuando llamó el anfitrión para pedir que llevemos platos, porque en su casa no había suficientes para todos. Yo saqué una docena de la cocina de P. y los llevé al auto. Cuando todo estuvo listo, nos subimos al auto y salimos. Cerca de la primera curva, P. suspiró y saca el tema del almuerzo.

-Hoy no te dije nada porque es navidad, pero en serio, vos no perdés la cabeza porque la tenés pegada.

Si hubiese sabido P. que con su comentario conjuraba los que parecían ser mis superpoderes, tal vez no hubiese dicho nada. Dobló la esquina y no me dió tiempo de responderle antes de que medie el estrépito de la loza estrellándose, en cascada, contra el pavimento. P. frenó en seco y nos miramos sin decir una palabra, yo casi sin poder contener la sonrisa al darme cuenta de lo que había pasado. El auto que venía de frente tuvo que detenerse ante el obstáculo, y el acompañante sacó el cuerpo por la ventanilla.

-Te quedaron dos en el techo, eh!

Habían sido los platos. Así como yo los había puesto en el asiento del auto, P. los había movido al techo, para hacer espacio y seguir cargando cosas por esa puerta, que era la única por la que podía acceder a la parte trasera del auto. Cuando al subirnos chequeamos que teníamos todo, ninguno de los dos había bajado los platos del techo. De esa manera habíamos salido, para perderlos a pedazos segundos después, a pocos metros de su casa, en el medio de la calle. Pero claro que la culpa recayó sobre mí, porque ¿quién más sería capaz de semejante hazaña? 

Y así pasaban mis días en el trópico, en el que mis pies tropezaban el uno con el otro y a mi me daba risa. Al final, me daba gracia hasta la cara de incredulidad del manager, que tuvo que escucharme retirar mi renuncia tres veces en dos meses, cuando planeaba irme y no lograba hacerlo. ''Se ríe de todo, hasta de los chistes malos'', dijo alguien un día.

Terminé por irme de Palm Cove cuando ya había exprimido hasta la última gota de mi Work and Holiday Australia, 

Palm Cove, Queensland, enero de 2019

Mis seis meses de placeres simples en el trópico finalmente se han terminado. Todos esos amaneceres y atardeceres, lunas llenas en la playa y caminatas bajo las estrellas no se pueden describir. Los entenderá el que alguna vez haya apoyado la cabeza en el pasto en un día soleado para ver el cielo por entre las palmeras, sentir la brisa cálida en el cuerpo y contemplar lo buena que es la vida. Aunque el paraíso en el que viví estos meses fue más que solo eso, porque la calidez del trópico no fue solo la del clima: voy a extrañar la familia que encontré en esta joya escondida aquí en Queensland. Con los dos pies ya en el 2019 y a punto de tomarme otro vuelo, me siento afortunada y agradecida.

Quién va a decirme Coco ahora? ja.

Los carteles de 'cuidado, cocodrilos sueltos' en la playa de Palm Cove.
Cuando llegaba gente nueva y me preguntaba por qué me decían 'Coco',
yo me reía por toda respuesta.

Después de haberme ido, no me llevó mucho tiempo darme cuenta de qué tanto me reía esos días. Me reía porque la vida me amaba y yo la amaba a ella y cuando una está enamorada se cree -como los tontos- que no hay nadie más dichoso sobre la tierra. Entonces se ríe de todo y de la nada,  y la risa es como una bandada de golondrinas que sale del pecho y vuela, sin prisa pero sin pausa, siempre lejos del invierno.








Comentarios

  1. Hermoso relato como siempre. Lo de los tragos en la espalda de la señora es mortal! Me imagino tu cara! 😂😂

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Posiblemente ese momento haya sido uno de los únicos en los que no me dieron ganas de reirme...

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares