SEGUNDO AÑO EN AUSTRALIA: A CIEGAS POR MELBOURNE, DE BUENAS EN SYDNEY

 

Las causas materiales y los efectos emocionales no pueden disponerse en una ecuación regular. El resultado del capital invertido en la producción de cualquier movimiento de naturaleza mental es a veces tan tremendo como diminuta y absurda es su causa.

Thomas Hardy en Lejos del Mundanal Ruido.


Es una noche cálida y despejada en altamar. El cielo, nitido y estrellado es como un terciopelo negro salpicado de estrellas.  Nada perturba la calma en la inmensidad, excepto el rumor de un pulso tenue pero vital que parece venir de las entrañas del océano. La luna se refleja en la superficie como una aparición plateada y teatral, revelando el vaivén del mar, que emerge de la oscuridad como un escenario descomunal y desierto.

Algo que se ve como una mota de polvo apenas perceptible va flotando bajo la luna. Es una balsa. Si vieras como avanza, lenta, surcando el agua débilmente... ¿Quién navega así en altamar como si fuera lo más normal del mundo?. Es una mujer y va de espaldas sobre la balsa, viendo el cielo. Hace tiempo que clava la mirada en la distancia con una calma casi curiosa. La expresión de los ojos es un espejo del océano que la mece: tranquila, demasiado tranquila. Los nudos irregulares en los leños de los que está hecha la pequeña nave se hincan suavemente en su espalda y la mantienen semi despierta. La brisa tibia y el agua que se escurre en susurros por entre la madera la han ido meciendo hacia un umbral difuso y ya casi no distingue el sueño de la vigilia. Las estrellas titilan y parecen hundirse en la viscosa oscuridad del cielo, apareciendo y desapareciendo del otro lado de sus párpados pesados que ahora abre y ahora cierra, pestañeando al filo de un sueño dulce como un camelo. 

La balsa avanza sobre otro abismo  insondable, inaudito, insomne, más negro que el cielo, pero la mujer descansa ausentemente las manos sobre el estómago sin ver hacia abajo, sin preguntarse qué misterios guardan las profundidades. La quietud del agua es remotamente cautivadora. ¿Acaso se ha detenido el mundo? piensa, mientras la balsa sigue alargando surcos sin prisa ni pausa, sin pausa ni prisa, como impulsada por una fuerza invisible.

De repente, algo irrumpe en la calma de la noche. Un ruido. El ruido gutural de una burbuja subiendo a la superficie, y después un silencio enfermizo. ¿Enfermizo? se repite la mujer, consciente de que hace solo un momento ese mismo silencio era un arrullo. Pronto, más burbujas suben a borbotones y explotan cerca con un ruido sordo que le eriza la piel de la nuca.  Un pensamiento furtivo e inquietante la pone finalmente en alerta y se sienta de golpe, encogiendo los brazos y las rodillas en un absurdo ademán de repliegue sobre la balsa pequeñísima. Las burbujas siguen subiendo más y más grandes, hinchando la superficie del agua como abscesos grotescos y oscuros, reventando y salpicando gotas de plata a la luz de la luna. En pocos segundos, el mar, ahora en ebullicion, hace que la balsa se hamaque peligrosamente.

Hace apenas unos minutos la mujer se sentía flotar entre algodones y ahora el cuerpo se le ha tensado como la cuerda de un arco a punto de disparar una flecha. De repente parece entender: ¡Está en el medio del océano! ¿Hace cuánto? Es tan vasto y profundo… En tanto, ¿Qué es eso que sale del agua? la brisa marina debe haberle secado los ojos y enturbiado la vista, está viendo visiones. El estómago se le hace un nudo y el miedo, como una manta, la cubre de pies a cabeza cuando de entre las burbujas rabiosas emergen, con gran estrépito, unas fauces semiabiertas del tamaño de la proa de un rompehielos. Tras ellas, en una proximidad devastadora, emerge el resto de un monstruo masivo, digno de algún cuento mitológico, agitándose y retorciendo el cuerpo de reptil con una furia ciega antes de desplomarse violentamente en el agua como una montaña colapsando sobre el mar.

La mujer espera, atónita, sin despegar los ojos del remolino en que se hunde la bestia. Las olas convulsas causadas por el impacto arrastran la balsa como a una cáscara de nuez y la mujer siente en ese momento que una compuerta se le abre dentro, liberando una desesperación salvaje que brota a borbotones y le aprieta la garganta y le anula la razón. Nunca sus nociones románticas de la vida habían hecho espacio para una imaginación tan inflamada y violenta que hubiera sido capaz de conjurar semejante cosa. Lo que acaban de ver sus ojos jamás había sido la sombra de un pensamiento en noches insomnes; ni la sensación que ahora le cala los huesos se había manifestado antes, siquiera en la forma del indicio más ínfimo, en la vida de sus emociones. 

La bestia acecha en círculos a pocos metros de la superficie y la mujer siente que toda la fuerza de su cuerpo se le escapa por las manos, que se clavan en la madera como si no fueran a volver a soltarla. Sabe que si se cae al agua va a ser devorada y también sabe que su balsa no va a aguantar otra embestida. ¿Qué hago? se pregunta, abatida. Un manojo de emociones desaforadas y una balsa precaria son todo lo que tiene para frenar a la bestia. Tiene, además, la certeza de que ese animal va a volver a salir y de que la única alternativa va a ser enfrentarlo.


                                                                                 ⁂


Aquello realmente pasó, aunque tal vez no tan así. Algo había surgido, algo se había desencadenado que antes yacía dormido, pero ya se sabe que la realidad de las cosas a menudo es irrelevante; lo que de verdad importa es su percepción. Aquello que pasó (lo que fuera que haya sido, aunque de buena fuente sé que nada extraordinario) fue percibido con tanto drama y vivido con tal afectación, que me tomó por absoluta sorpresa y me costó bastante trabajo reconocer que esa mujer era yo. 

Fue como si de repente me hubiese visto a mí misma interpretar un papel que no me cuadraba, que no me gustaba y que me daba una sensación de atascamiento tremenda. ¿Qué era todo ese arrebato emocional, esa puesta en escena, ese sentimiento de derrota tan fulminante, esa desesperación patética de náufrago desahuciado? El papel me hacía sentir extremadamente incómoda, débil, fuera de lugar y sin embargo, no parecía haber una sola puerta de salida en todo el teatro.

Si en este punto ya no es obvio, tengo que aclarar que aquel mar que me quitó el sueño no estaba en el mundo real de las cosas tangibles, sino dentro, en el mundo interior de las cosas que se me escapaban de las manos. Este es un cuento de algo que vino después de que la balsa hubo tocado puerto.

A todos en algún momento nos toca enfrentar a los monstruos (nuestra sombra, nuestro Mr Hyde, la cara menos digna de nuestro ego, lo que barremos debajo de la alfombra, como quiera llamarlo cada une). Estas criaturas que habitan las mazmorras del inconsciente pueden ser más o menos onerosas, pero lo cierto es que siempre terminan encontrando la manera de subir a la superficie y manifestarse; todo lo que necesitan para romper las cadenas y entrar en la consciencia es un disparador: una circunstancia desafortunada, un lugar desapacible, una persona que tire de los hilos indicados (como dijo Alejando Jarodowsky, ‘Estamos irresistiblemente atraídos por quien va a traernos los problemas que necesitamos para nuestra propia evolución’). Habrá quien que, cuando se les presentan esos detonantes, encuentren la fortaleza para enfrentar a los monstruos con resiliencia desde el momento en que irrumpen en sus vidas como elefantes en una cristalería (y si vos sos unx de ellxs, me encantaría que me cuentes), pero después estamos el resto de nosotres quienes cuando los monstruos se revelan, nos agarramos a los bordes de la balsa con todas las fuerzas anti-cambios de que podemos echar mano, para resistir el cimbronazo que nos hace temblar como campanas de campanario. Nos agarramos a los bordes de la balsa con la esperanza de que si cerramos los ojos y los apretamos con suficiente fuerza todo va a pasar y las cosas van a volver a la normalidad - por lo menos hasta que nos damos cuenta de que las cosas no funcionan así-. En mi caso, digamos que una vez que mi monstruito despertó y estiró las patas, navegar esas mismas aguas nunca volvió a ser lo mismo. 

Por esa época, mientras intentaba encontrarle el sentido a lo que había emergido desde adentro, se ciñó sobre mi mente una neblina tenue pero persiste de confusión. Empecé a sentir una desazón  que me desconcertaba terriblemente, no menos porque roía sin cesar las certezas y las seguridades de siempre.  ¿Realmente me estaba pasando esto en la puerta de los treinta, cuando creía conocer y tener control sobre mi mundo emocional? 

Esta crisis tuvo su tiempo de gestación y finalmente dió unos hermosos pimpollos por los días en que volvía a echarme la mochila a la espalda en algún lugar del hemisferio norte. Cuatro meses más tarde, ya algo cansada de mochilear por la ruta que me había llevado desde Australia a Europa y después de Europa al sudeste asiático (un período en el que ví el interior de un avión casi más seguido que cualquier otro transporte), decidí que era momento de volver a Australia. Tenía en la cabeza la idea de que volver me iba a permitir relajarme en una rutina más predecible, libre de imponderables, y también tenía la idea de que eso era lo que necesitaba para volver en mí.

 Uno de los últimos días del mes de noviembre cerca del final del viaje, en las Filipinas, sentada en una galería a la hora del atardecer isleño y aprovechando una oleada más o menos estable de WIFI, reservé un vuelo de Manila a Melbourne. Al sur de la isla de Bantayan, una de las miles del archipiélago, el cielo era una acuarela de amarillos y azules menguantes que había dejado el sol tras de sí antes de hundirse en un cinturón de nubes del otro lado del mar. De este lado del agua, las palmeras de cuello alto eran siluetas negras contra el cielo de colores y parecían pegadas, como en un collage. Mi alojamiento daba a la playa, como seguramente todos en la isla y cuando la confirmación de la reserva me llegó al mail, guardé el teléfono y caminé hasta la costa, absorbiendo el crepúsculo y mi pequeño triunfo como si fueran un trago fresco en una tarde de calor. La certeza de que volvía a Melbourne me daba tranquilidad. Reservar vuelos siempre me pone a flor de piel el sentido de libertad y autodeterminación.

Así es que volví a Melbourne un año después de llegar a Australia por primera vez, aunque esta vez  en una versión más empequeñecida de mí misma, casi literalmente: descubrí con  sorpresa que había bajado siete kilos en los últimos meses. Pero esto era solo un efecto secundario. Estando de vuelta no sabía muy bien qué hacer con la nubecita de tormenta que me había venido siguiendo más fiel que un perro por medio mundo. Pronto decidí que tenía que enfrentar a esa Victoria que no parecía ser yo. Poner los problemas en palabras claras les da cuerpo, y esto es de ayuda para saber por dónde hay que empujarlos hacia la puerta de salida. Es así que dí el primer paso:

- Me gustaría que lo charlemos.

- Faaa bueno, charlemoslo,  Miss Drama.

Tan pronto como lo intenté, ví que no había una reconciliación a la vista entre la parte de mí que pedía sensatez y la que había protagonizado la escena de la balsa y el dinosaurio marino. ‘Basta de tanto drama’ me repetía, pero si hubiese estado hablándole a la parrilla de la cucheta del hostel que veía sobre mi cabeza a la noche cuando me acostaba, hubiese obtenido mayor atención.

Se me acababan las ideas sobre qué hacer y todos los días me levantaba en medio de la misma niebla mental que intenté disipar volviendo a los lugares y las actividades que me hacían sentir que tenía las cosas bajo control: el hostel en que me había hospedado antes, el trabajo que había dejado cuando dejé Melbourne la primera vez y el gimnasio del que todavía era miembro.

                                                                                                               Melbourne, Febrero de 2018

Tratando de encontrarle el sentido a las cosas. ¿Tenía que hacerme tan dramática la vida? Tengo el cuerpo triste, solo me pide comida y sueño.

Un par de años más tarde, esos días inquietantes volverían a mí para pensarlos con mayor claridad. Fue en mi primer día de vuelta en el gimnasio después de algunos meses de viaje. Mientras esperaba a que el profesor me diga por dónde empezar, me puse a observar el lugar y ví que en cada escalón de la escaleras que llevaban a la sección de aerobismo había un sticker con una frase motivacional en letras negras. Parecía que alguien había adivinado que la gente necesitaría un empujón extra para subir a hacer la parte más tediosa del entrenamiento. Eran todos esos clichés que te entran por un oído y te salen por el otro, aunque una me llamó la atención: 

Haz espacio si quieres que lo nuevo llegue a tu vida. 

Al leerla, instantáneamente me acordé de Ojos y me sonreí. Tan luego en un gimnasio me volvía aquello a la cabeza... Ojos no era su nombre, claro, ese era el apodo que mi amiga C. le había puesto por el par de ojazos verdes que tenía. Para que esa historia tenga sentido, tengo que contarla haciendo un rodeo, así que quedate donde estás.

Estando en Melbourne no saqué nada en limpio y no llegué a la fuente de tanto drama, los esfuerzos por encontrarle un sentido real a esos meses super extraños me fallaron miserablemente. En esos días, pasaba unas 30 horas semanales en el trabajo y al menos 10 en el gimnasio, una relación desproporcionada pero totalmente razonable, teniendo en cuenta que el ejercicio es una de las cosas que mantiene los patitos en fila (al menos los míos). Este gimnasio me quedaba cerca, estaba abierto las 24 horas del día, era de grande como una caja de zapatos y estaba siempre casi desierto a última hora de la mañana, cuando iba yo. El espacio entre las máquinas era tan reducido, que cuando había alguien más había que pedir permiso para pasar. Aún así, a menudo por esos días yo habitaba más mi mundo interior que el que compartía con los demás, sobre todo en el gimnasio, y no hubiese reconocido las caras de las (no más de tres) personas que me cruzaba entre las pesas.


Diciembre de 2017.
El gimnasio más pequeño que he visto, todo para mí.


La de esos días fue una versión de mí misma que me alegré de dejar atrás cuando, a finales de marzo, volví a armar la mochila y me tomé un avión a Sydney donde pasaría el otoño. Cuando llegué, C. mi amiga chilena, ya había encontrado casa cerca de la playa para las dos. Me buscó en la parada del colectivo y cuando entramos y me mostró el departamento fue como si la niebla se disipara, como envolver una taza de té calentito con dos manos castigadas por el frío en invierno. Ni Sydney ni C. supieron del todo lo mucho que hicieron por mí en esos meses que siguieron.

Tiene que haber sido en mi segunda semana en la ciudad que empecé a trabajar en el café. Era un café y restaurante de comida rápida griega ubicado muy estratégicamente al pie de un edificio de oficinas en el corazón del centro comercial de Sydney. Abría a primera hora de la mañana de lunes a viernes para proveer de café y desayuno a los oficinistas y permanecía abierto todo el día. La gente volvía en pelotón a la hora del almuerzo y después pasaba de largo apurando el paso al final del día de camino a casa o al gimnasio. Yo me pasaba ahí dentro todo el día, todos los días de la semana por un total de cincuenta horas. A ese ritmo no me llevó mucho conocer a los clientes regulares. Esto no venía en la descripción de mis tareas, pero me tocaba recordar el pedido de todes de memoria, como se hizo evidente después de que me tiraron por la cara el segundo ‘buen día, lo de siempre’ sin más detalle. Al principio yo los miraba y pensaba, de qué tendrás cara vos, serás un latte grande y descremado o un café negro con extra azucar, o un cappuccino con leche de almendras o un chai latte...? 

Así se me pasaban las semanas, con diez horas de trabajo por día entre semana y fines de semana en la playa, yendo de caminata por los acantilados y los parques nacionales, buscando cafecitos de granos frescos recién molidos en los cafés de la costa (los australianos aman el buen café y, así como en Irlanda empecé a tomar alcohol porque no podía ser de otra manera, en Australia empecé a tomar café, porque tampoco podía ser de otra manera), hartandome de bowls de açai y tostadas con palta y huevo poché de desayuno con vista al mar en las citas amigueras de la mañana y tablas de queso con un buen vino por las noches, que nos regalábamos con C. todas las semanas. Era la primera vez en cinco años que tenía los fines de semana libres. En este contexto, no me llevó mucho volver a parecerme a mi antiguo yo, esa que era antes del monstruo marino.  

Fue en esos días que conocí a Ojos. Yo estaba detrás del mostrador, esperando por algún cliente ocasional de media mañana y viendo como los tardones entraban al edificio a paso rápido, sin detenerse a buscar café, cuando un hombre alto de traje apareció por la misma esquina a paso algo más acompasado, atrayendo considerablemente más mi atención. En vez de pasar de largo hacia los ascensores como la mayoría de los pocos que llegaban a trabajar a esta hora, entró en el café. Era la primera vez que venía, lo supe porque a pesar de que yo misma hacía solo dos semanas que trabajaba allí, esos ojos hubiesen sido difíciles de no ver y nunca habían pasado por esa puerta antes. 

Era joven y se veía increíblemente elegante, vestía una camisa blanca sin corbata debajo de un saco azul marino desprendido que parecía haber sido cortado a medida, igual que los pantalones. Tenía el pelo castaño y abundante prolijamente peinado hacia atrás en un corte típico, más corto en los costados, que le enmarcaba muy bien la cara. Estaba bien afeitado, llevaba un reloj color plata en la muñeca y no había rastros de presunción en su mirada. Parecía como si se hubiera bajado de un cartel de anuncio de Paco Rabanne (esos gigantes que se ven en las terrazas o al costado de las autovías) para venir a buscar un café. Mi amiga D. solía decir  que me gustan los carilindos y yo siempre protestaba que no era cierto, pero esa mañana parada detrás de la caja registradora no la hubiese podido cocontradecir. 

-Hola, emmm, un café negro helado, por favor.

- [tipeando la orden en la máquina] OK, un café negro helado.

- Un café negro helado.

- Sí sí

- Ah, perdón… Recién voy arrancando el día, se nota que necesito café.

Al decir esto último agachó ligeramente la cabeza y se sonrió mirando el piso, pasando una mano distraída por el pelo para acomodar un mechón rebelde que se le caía sobre la cara, en un gesto de timidez tan espontáneo como atractivo. Podría haber estado posando en una sesión de fotos con las heladeras de las gaseosas de fondo, excepto que el ademán no fue intencional. Mis diez de la mañana, generalmente lenta y aburrida por ser el impasse entre el desayuno y el almuerzo, pasó del dos que era todos los días a un once en la escala del uno al diez. Pero este chico no era un modelo, trabaja en el piso veinte para una consultora financiera, como me enteraría después, porque empezó a venir todos los días a buscar su café.

El segundo día, pidió otro café de menor valor y no pudo pagar con la tarjeta porque no llegaba al límite mínimo, entonces le ofrecí una galleta dulce por la diferencia, como normalmente hacía con otros clientes y él se volvió a sonreír:

.- Qué picardía, eh… nah, estoy tratando de comer un poco mejor. Vos querés una?

Estos intercambios se dieron por un par de días en los que él entraba, pedía su café, charlaba un minuto de alguna cosa u otra (el clima, el café, el dije que colgaba de la cadenita en mi cuello), se reía de algún comentario que le hacía mientras preparaba su café para llevar y después desaparecía otra vez por el hall de entrada al edificio por el resto del día.

Una mañana me pidió una taza y se sentó a tomar su café ahí mismo. Para ese momento ya estaba claro por qué se demoraba en el local (incluso para mí, que suelo ser bastante inadvertida en esos temas), así que cuando levantó la vista con cara de que había encontrado algo que decir, salí de detrás del mostrador y caminé dos pasos hasta su mesa, para escucharlo mejor. Siempre venía a la misma hora cuando todos los demás estaban a mitad de su mañana de trabajo, lo que significaba que el negocio estaba prácticamente desierto y que yo tenía algo de tiempo libre. Ese día, charlando, nos dimos cuenta que los dos nos habíamos mudado desde Melbourne con tres días de diferencia y que habíamos empezado a trabajar en el mismo edificio durante la misma semana. Hasta ahí las coincidencias, porque él trabajaba como asesor financiero en los últimos pisos del edificio y yo servía café al pie.

-¿Vas al gimnasio después del trabajo?

Ese día había traído un bolso deportivo colgado al hombro y le pregunté una obviedad para seguir la conversación. Hablamos brevemente de ese tema, él me contó de su gimnasio y yo le conté del mío. Esto me llevó, sin querer, a descubrir otra coincidencia aún más grande de la que él (sorpresivamente) ya sabía, pero no había mencionado. Le conté que el gimnasio al que yo iba en Melbourne era uno de las cadenas que tenía sucursales en Sydney entonces seguía yendo al mismo, lo que llevó a la siguiente conversación: 

- Ah si, yo iba a ese en Melbourne también.

- ¿En serio? ¿A qué sucursal? Yo iba a la que está en Southbank.

- Si, yo también. David creo que se llamaba el flaco que estaba en recepción, ¿no? buena onda.

- Mm, a mí no me caía tan bien, me pareció un poco mala onda. ¿A qué hora ibas?

- Por lo general al mediodía.

- Nah, no es posible, yo iba al mediodía… nunca te ví.

- Si… creo que yo te he visto. Yo usaba  auriculares como estos [sacando de si bolso unos auriculares de los grandes que se usan ahora].

- No, no me suena. Capaz me estás confundiendo con alguien, habrás visto a otra persona. En general no había más que dos o tres al mismo tiempo que yo en el gimnasio, te hubiese visto.

- Vos usabas calzas negras y tops negros y siempre hacías abdominales en la esquina. Una vez casi me acerco a hablarte, pero justo había otro flaco y pensé que podían estar juntos. El resto del tiempo siempre parecía que estabas en el medio de un super set, muy concentrada y no daba para interrumpirte…

- Wow, sí era yo.

El descubrimiento me divirtió, era demasiada casualidad. ¿Cómo podía ser que no haya visto a este chico en aquel gimnasio, donde era prácticamente imposible no chocar con los demás? Y como si eso fuera poco, me lo volví a cruzar en Sydney, otra ciudad de millones de habitantes. El universo se divierte moviendo las fichas de la vida de los demás, como ya había visto antes cuando descubrí una lista que había hecho con cosas que quería para los 30

Pero eso no significa que podamos entender qué es lo que el universo se trae entre manos con las jugadas que hace. Las cosas con Ojos no fueron mucho más allá que un puñado de citas entretenidas en las que, entre otras cosas, me preguntó qué hacía una persona de bajo perfil para pasar el tiempo (él nunca había conocido una mochilera) y me llevó a dar una vuelta por la costa en su moto deportiva (una de esas de diseño altamente aerodinámico que rugen seductoramente cuando las aceleran con suavidad, como le pedí que haga si quería que me subiera, porque no me bastaba con el casco para tenerle confianza). Hubo también un episodio inesperado en el que en mi último día de trabajo, antes de que me mudara más al norte, apareció en el café con un regalo bastante más significativo que la relación que hubiésemos podido llegar a entablar. 

- Te traje algo - dijo, sacando de su bolso de gimnasio una bolsita de joyería cerrada delicadamente con un lazo rosado. - Para que te acuerdes de mí. - Era un dije para una pulsera Pandora que me había visto en la muñeca un día que salimos a desayunar y pasamos el día juntos. Cuando abrí el regalo, que estaba dentro de una cajita forrada de terciopelo azul marino, otra vez ví en su cara esa expresión de timidez y modestidad de la primera vez, aunque ahora ya no tenía el mismo encanto a mis ojos.

Era cierto que tenía unos ojos divinos y que cuando vestía de traje parecía un regalo de los dioses, que sabía muy bien lo quería y que era talentoso en lo que hacía, pero conmigo fue inconsecuente y no hizo una diferencia en mi vida, más allá de los momentos que compartimos. Sin embargo, haberlo conocido y haberlo visto (haberlo notado) en Sydney, me dejaría algo tiempo después, el día que leí esa frase motivacional al azar en los escalones de un gimnasio del otro lado del mundo.

Hacé espacio si querés que lo nuevo llegue a tu vida.

Yo había llegado a Melbourne con la mente saturada y no hubiera visto ese par de ojos verdes aunque me los hubiera llevado puestos, como casi literalmente pasó durante meses, en un espacio que de tan chico era ridículo.

Desde la última vez que lo ví, he sabido de él un par de veces, pero no es algo en lo que me detenga a pensar. Todavía tengo el dije que me regaló (he de confesar que lo googleé cuando me lo dió, porque me sorprendió que se haya puesto en gastos y quería saber cuanto le había salido. Digamos que no era una baratija). Es muy bonito y hace referencia a un chiste del que nos reímos mucho juntos, aunque rara vez me lo recuerda cuando uso la pulsera. Hay gente que no llega a nuestra vida para quedarse, o siquiera para cumplir un papel importante en sí mismos, pero hay que estar alertas: algunas veces llegan a nuestra vida como catalizadores y vienen a estimular el desarrollo de algún proceso por el que necesitábamos pasar, pero no logramos hacerlo solos.  

En Melbourne, por el tiempo en que no noté a Ojos en el gimnasio, yo pensaba que había alguna lección que tenía que aprender de los eventos pasados, pero no pude entender qué era. Con el tiempo me dí cuenta que eran varias cosas. A una de esas cosas la llegué a entender a través de Ojos, incluso si él mismo no llegó a ser de importancia para mí: la vida está llena de oportunidades a cada paso, pero la única forma de verlas es estando listas para identificarlas, de otra manera, esas mismas oportunidades pueden desfilar delante de nuestros ojos todo lo que quieran y aún así siempre las vamos a dejar pasar sin reconocerlas.

                                                                                                                                                                      Concordia, Argentina, Noviembre de 2019  

Cuando sientas que la cabeza está tan llena de trastos que ya no le entra un alfiler y cada vez que abrís la puerta se vienen abajo siempre los mismos objetos llenos de polvo, es porque es momento de hacer una limpieza profunda. La chatarra acumulada bloquea el paso de todas las cosas buenas que todo el tiempo fluyen en nuestra dirección.






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