Antes de los 30: que bromista la vida

"No me gusta que el amor sea una orden, una búsqueda. Tiene que venir a tu encuentro como un gato hambriento a la puerta de tu casa".
- Charles Bukowski




El otro día, entre las anotaciones de un diario de viaje, descubrí una lista de las cosas que quería hacer antes de cumplir los treinta. Llevo diarios desde siempre y mi diario de tapa blanda con búhos violetas es el viajero inanimado más ávido que conozco. En esas páginas registré lo que pasaba en los viajes de fin de semana, en las casas compartidas, en los vuelos baratos y en los trabajos nuevos, escribí sobre amigos recientes y hábitos viejos, rabietas predecibles y monólogos inesperados. Sin embargo, rara vez volví sobre esas páginas para releer las anotaciones.

Cuando finalmente desembarqué en Argentina sin un plan definido de escape, me tiré sobre esos diarios de viaje como si hubiesen sido máscaras de oxígeno en un avión despresurizado. Empecé a leer desde el principio, que fue en hall de salidas el aeropuerto de Ezeiza a principios del 2013. Pronto noté que todas las entradas eran como piezas descolocadas de rompecabezas. Solas una por una, en general, no decían nada de interés, pero cuando las encajaba con las demás y las miraba desde lejos, cobraban significado y ahora, a fines del 2019, yo tenía la perspectiva de una lectora omnisciente leyendo su propia historia.

El día que me senté a ver qué tenía para decirme a mí misma en la voz de los viajes pasados, llevaba ya leídos dos años de anotaciones antojadizas cuando me topé con la lista. Me quedé repasando sus tres puntos y pensando en lo tristemente magra y de poca inventiva que era -para no decir terriblemente predecible-. Supe entonces que había sido algo escrito en un arrebato, sin reflexión previa. La entrada era de principios de 2015 cuando tenía veintisiete años, y era una de esas anotaciones a las que se vuelven en tiempos de mayor sensatez con algo de vergüenza ajena (bueno, propia), pero que vienen con el alivio de saber que la dignidad está intacta, porque nadie más va a leer esas páginas nunca.

Para el 2015 ya hacían dos años que vivía en Irlanda y mi vida estaba bien asentada en una rutina de actividades calculadas y casi inerciales. En general no tenía motivos para estresarme y los desafíos y novedades del primer tiempo eran ahora parte del sentido común de mi vida. Ese fue el contexto en el que se me ocurrió aquella lista de clichés.

Dublin, Irlanda, abril de 2015
Para los 30 espero

  • Haber viajado por todos los continentes.
  • Conocer a alguien que me dé vuelta y comprobar que puedo querer a alguien así.
  • Mirarme en el espejo y no ver los treinta.


No tenía registro de esto, me sorprendió encontrarla y, la verdad, también me sentí algo decepcionada de mí misma. Qué ridícula, pensé con sorna y pasé la página. Se me ocurrió que, seguramente, la parte sustanciosa de la lista fue la que no llegué a anotar y que culpaba por el segundo ítem al descolorido historial de citas esporádicas y de poca monta que tuve en Irlanda. Sin embargo, antes de poner atención en la entrada siguiente, los años que habían pasado desde entonces me cayeron encima  como una catarata de recuerdos, y no pude evitar una sonrisa de reconocimiento: con esta lista completaba un rompecabezas en particular y, en ese segundo, pude apreciar la broma que la vida se había gastado a mis expensas.

Por aquellos días en el hemisferio norte, yo vivía con D. y V., y el tema de casarse y tener hijos daba mucha tela para cortar en nuestras tardes dublinesas de complicidad amiguera y té en el living de casa. D. decía que sus caderas estaban  diseñadas para parir los doce hijos que quería tener, y V. había estado soñando con tener hijos (literalmente) desde que la había conocido hacía casi una década. Pero yo no podría atribuir el ítem número dos de la lista a esas conversaciones: yo sabía que iba a asistir al casamiento de ambas y al bautismo de todos sus hijos antes de siquiera tomar la decisión de seguir sus pasos. Yo iba a ser la tía Vicky y ellas lo sabían. En lo que sí había pensado, porque se me presentaba esquivo y zumbante como un colibrí, era en el amor. Yo había conocido una versión en Argentina, sincera pero joven, de las que hay que dejar ir para seguir creciendo y entonces ahora el amor era algo que me intrigaba. Cómo sabía la gente sin duda alguna cuando la cosa era seria, ‘irremplazable’? yo tenía mis dudas sobre el tipo de amor que veía tantas veces expuesto en las redes sociales como si hubiese sido una de esas noticias baratas, o colgado al cuello como si hubiese sido un collar ostentoso y pesado, de esos que usan los reggaetoneros. El caso es que en Irlanda no averiguaría la verdad de la cuestión y, en realidad, tampoco me quitaba el sueño. 

Un año y medio más tarde, a los veintinueve, llegué por primera vez a Australia. Cuando el avión estaba a punto de aterrizar en Melbourne y ví la proyección de su sombra en un campo muy verde, me pregunté qué me esperaría esta vez, qué lugares y qué gente conocería. Me esperaba encontrar cientos de caras nuevas y de viajes y de cosas fuera de programa -a esta altura, muchas de las cosas que pasaban en mi vida eran fuera de programa-. Irlanda me había enseñado que la vida se vivía mejor de esa manera. Si alguna vez se me había ocurrido pensar en una lista de las cosas que quería hacer antes de cumplir los treinta, ya se me había olvidado para esa mañana de octubre de 2016 cuando el avión tocó suelo Australiano. Mientras compraba el boleto de colectivo que me llevaría desde el aeropuerto a la ciudad, sentí mariposas dando vuelcos de felicidad en la boca de mi estómago, Me sentía muy satisfecha estando en el lugar que estaba en mi mente, en mi corazón y en el mundo. Este era el primer viaje que emprendía sola y sentía que tenía todo lo que necesitaba y que todo eso parecía entrar en una mochila.

Antes de decir más, unas palabras de advertencia: al universo teje los hilos de la vida sin que se le escape nada, ni siquiera entradas caprichosas de diarios de viaje. Hay que tener cuidado con lo que una pide y piensa en esta vida, porque los pensamientos -en la mente o en los diarios- son como conjuros y no hay nada más efectivo para atraer cosas a nuestra vida.

La historia es que llegué a los treinta sin haber conocido todos los continentes y no estoy muy segura de la cuestión del espejo espejito, porque el aspecto del reflejo dependía más que nada de mi estado de ánimo; pero sí me tocó, antes de dejar los veinte, hacer esa comprobación que quería hacer en el ítem número dos de la lista, aún si al cumplir los treinta no tenía noción de su existencia.

No lo esperaba y no lo ví venir pero, en poco, tiempo me desveló en la tierra de los canguros el descubrimiento de que el amor no tenía equivalencias con lo que yo conocía y de que no respondía a sumas simples ni a mentes estrechas. Y entonces ahí aprendí algunas cosasaa primera cosa sobre el amor: no importa cuán grande sea el esfuerzo, no se lo puede racionalizar.  Pero el amor sí puede sacarte del eje de forma que la trayectoria de tu órbita cambie crucialmente. Esto en si tiene una profunda belleza trae aparejada una vulnerabilidad absurda y desdeñable.

El amor apareció como la respuesta universal a todos los enigmas posibles y, sin embargo, la segunda cosa que aprendí sobre él, fue que no tiene explicación alguna. Terminé por contemplar con fascinación el poder que éste tenía para detener el tiempo en un abrazo, en una mirada, en el sonido de una risa, en el gesto de una mano, en la cadencia de unos pasos. Un verdadero alquimista el amor, convirtiendo los elementos más comunes de la vida en oro puro.

La tercera cosa que aprendí de él es que no es complaciente. El amor te desafía a buscar tu mejor versión, pero no por compararte, ni por celos, ni por buscar aprobación, sino para ser digna del sentimiento que te brota, digna de vos misma. Descubrí además que es, a la vez, un refugio y un arma de doble filo; un animalito pequeño y adorable pero indómito; y finalmente la banda del Titanic, que sabe que se va en un hundimiento espectacular, pero sigue tocando, mientras la razón, histérica, ordena abandonar el barco.

Así como lo ví llegar, lo ví irse. Me tocó un amor viajero de los que no están hechos para demorarse más de lo que se demora el viento, hasta que cambia su curso. Después de todo, yo no había pedido complicidades, ni finales felices en aquella lista.  Yo había querido sentir algo y ese deseo se había cumplido: ¡qué gracia, la vida!. Más tarde, con el tiempo de mi lado, pude ver el aspecto positivo y finalmente aprendí la última y más importante lección sobre el amor:  el mejor estado en la vida no es necesariamente el del amor, sino el de la tranquilidad. O mejor dicho, el de la tranquilidad que nace del amor propio, cuando este es profundo y sincero.

Eventualmente solo me quedó agradecer: me conocí mejor y me quise más; me sinceré conmigo misma y comprendí mejor a los demás, aún si todo eso me  costó algunas batallas internas. Así es que ojo, a los que gustan de las aguas calmas y los caminos allanados, con las listas de deseos escritas en alguna tarde lenta y gris y sin cuidado.



Lista redentora de los 35:
Lo que te saque carcajadas, lo que te mantenga presente, lo que le haga bien a alguien más,
 lo que  sea ecofriendly, lo que te acerque a los que querés, lo que te acerque a vos,
 lo que te desafíe, lo que no muera en el intento, lo que te lleve a viajar.








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