Dublín y el empujón: llegando al viejo continente

En algún momento entre que me fui y ya me había ido de Argentina, escribí en el diario de viaje:

''[...] Ya no importaba que deje de tenerlo si iba a seguir dudando. Al fin y al cabo me voy buscando mi vida, o la vida que quiero, o para ver qué otra vida se puede tener''.

Me hizo pensar en lo cómodos que son los almohadones en la zona de confort,  y que hay que tener cuidado de no acomodarse demasiado.

Un miércoles de abril del 2013, a siete años de habernos encontrado por primera vez en la facultad de humanidades de La Plata en Buenos Aires, Vicky, Wan y yo bajamos, con poco menos de un año de recibidas,  del colectivo en el centro de Dublín. Atrás quedaba el mundillo académico de lenguas (las chicas, traductoras de inglés, yo profesora), los calendarios escolares, el trabajo calificado e ineludible como el pan de cada día.

Ni bien pusimos un pie en la calle, nos envolvió una corriente de aire que nos hizo achicar los hombros y arrugar la cara. Del cielo gris visón, no se sabía qué esperar. Yo, como de costumbre cada vez que salía con mi amiga Vicky de viaje (ella era mi GPS), no tenía idea de donde estaba parada -y a esa altura con todo el viaje encima, ni de cuando era nunca-. Una vez más ella iba adelante, como si ya hubiera recorrido esas calles antes. El trayecto hasta el hostel era corto y arrastramos las valijas por una calle un poco angosta, Wan y yo en fila india detrás de Vicky. Dos veces en pocos minutos advertí que la mochila que Wan llevaba al hombro estaba abierta y la paré para cerrársela. La tercera vez, casi llegando al hostel, asomando hacia adentro por la boca de la mochila abierta, la cabeza de alguien que  no pudo dejar pasar la oportunidad de las turistas recién llegadas y llenas de etiquetas del vuelo. No tuvo tiempo de llevarse nada, salvo el entusiasmo del primer día -de las primeras cuadras- en Irlanda.

Esa noche cuando me acosté, pensé que las camas de caño del hostel no ayudaban en nada a mitigar el jetlag ni la decepción por el clima y la recibida; que hubiese preferido dormir en mi cama en casa; que cuando nos fuimos de Argentina había sol; que jamás me habían robado en la calle y que capaz ni quería, después de todo, estar en Europa.... Nadie me había alertado sobre las incomodidades de viajar

En los días que siguieron, hubo dos cosas que consumieron mi atención, porque a esas dos cosas se redujo mi vida el primer tiempo: la búsqueda de trabajo y la vida en el hostel. Las dos primeras semanas me las pasé arrastrando la valija de 23 kilos escaleras arriba y escaleras abajo (para meterla en habitaciones con mayor o menor número de ronquidos y camas) y modificando el CV: conforme iban pasando los días yo gastaba en euros los pesos que había ahorrado dando clases en Argentina y se me iban pasando los escrúpulos que al principio no me dejaban  adornar demasiado el CV con experiencias de trabajo que nunca había tenido.

Año 2013 y yo tenía un celular con tapita.... Nadie pudo hacer andar el suyo, así que decidimos comprar uno para poder tener un número y que nos llamen los interesados en esos CV pelados que dejamos en decenas de restaurantes y negocios de todo tipo. Un número entre las tres... Nos reímos con Vicky al darnos cuenta que éramos dos Victorias y que eso daría para confusión si alguien llamaba. El teléfono era marca ladrillo y le pusimos Julio -olvido por qué-. Iba de bolsillo en bolsillo y Vicky lo odiaba. Pero pasaron diez días desde que habíamos llegado y Julio seguía mudo.  Empecé a preocuparme un poco. Nunca sacaba los CV de la mochila y buscaba el cartelito de staff wanted por todos lados, como si fuera un tesoro escondido. Uno de esos días, salimos a pasear por el centro turístico de la ciudad, que se llama Temple Bar. Es un barrio de calles empedradas y bares en todas las cuadras con interiores de madera, banderines de colores y música en vivo, como todo bar irlandés que reciba turistas y se precie de tal. Los turistas llegan a Dublín y vienen hasta aquí con todo y las valijas a tomarse una pinta y hacer tiempo hasta que sea la hora del check in del hotel. Nosotras, en el tiempo que llevábamos en la ciudad, no habíamos entrado en ningún bar. Ese día caminábamos por la calle y mirábamos desde afuera, hasta que por ahí, llegando a una esquina, en la ventana de un bar de fachada roja encontré mi tesoro, el cartelito de Floor staff wanted. Apply within. El bar se llamaba Temple Bar.

Yo no sólo no había entrado a ningún bar en la ciudad de los bares en las dos semanas que hacía que estaba ahí, sino que además, en general, no iba a bares y no tomaba cerveza. Bueno, en realidad no tomaba alcohol. A decir verdad, nunca había tomado alcohol por una mera falta de interés... aunque esto no era un requisito ni un impedimento para trabajar, y mi CV decía que yo tenía experiencia. Las chicas me esperaron en la esquina. En la puerta dudé unos segundos, había tres o cuatro hombres altos y un poco intimidantes acodados en la barra tomando cerveza y riéndose a carcajadas. Qué hago aca... doy la vuelta, me voy.  Y entonces hice algo que sólo recuerdo haber hecho cuando quise saltar esas cascadas terriblemente altas en las Filipinas años más tardes, pero no me animaba: como quién apaga la tele, dejé de pensar... y  me empujé.

Adentro ví estantes llenos de whiskey (lo que yo sabía de whiskey era que mi papá algunas veces  cuando llegaba de trabajar a la noche se servía uno con mucho hielo...) y varias canillas de cerveza de tirada detrás de la barra de madera oscura de las que reconocí la Guinness, aunque se podrá intuir que nunca la había probado. Me acerqué a la barra  y me recibió Michael, un irlandés alto y un poco hosco que hablaba entre dientes en un acento que no me habían enseñado a reconocer en la facultad. Michael agarró sin mirarlo el CV que le extendí y me preguntó si mi inglés era bueno. Masculló algún otro comentario que no entendí y que volviera la semana siguiente, vestida de negro para una prueba.

Sábado a la noche amasando pizzas.
El momento en que me llamaron para darme los horarios de la primera semana
de trabajo (es decir, para darme el trabajo) días después de la prueba.


Las primeras dos semanas solo junté vasos que apilaba y cargaba como torres por arriba de mi cabeza -el ir y venir de gente en ese bar es algo que no he visto en ningún otro lado- y fui más feliz así que con el naufragio de las clases de inglés que daba en las escuelas secundarias de La Plata. Me pasaría los próximos tres años trabajando en Temple Bar como nunca trabajé en mi vida. Tres meses después del día en que Michael ni miró el CV que le pasé desde el otro lado de la barra,  ya en el tibio verano irlandés y sentada en el pastito del parque St. Stephen's Green en un respiro de las 55 horas semanales que trabajaba, anoté con una satisfacción que poco se identificaba con las sensaciones del primer día:

''Hoy hace un año me estaba recibiendo  en La Plata, con frío... hace 365 días no sabía que este lugar existía, ni esta vida. Todos los días en el bar a la gente le sorprende que me abra paso en ese mar de gente con una sonrisa de oreja a oreja y me para para decírmelo. A mi también me sorprende, porque no me doy cuenta. J. tenía razón esas veces que me decía que transmitía la mala onda cuando estaba de mal humor. Está bueno también transmitir la buena onda''.

Así empezaba la cosa en Irlanda -estresándome un poco, es cierto- pero maravillándome y aprendiendo del primer empujón que me di en la vida.
















Comentarios

  1. Me encanta cómo contás las cosas, amiga. Qué alegría que estés volcando tus anécdotas en un blog, para la posteridad 😊

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    1. Soy Vicky, por cierto. Pensé que iba a aparecer el nombre je.

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