Viajar es incómodo: viade de viaje


Viajar es una brutalidad. Te obliga a confiar en extraños y a perder de vista la comodidad familiar de la casa y los amigos. Estás todo el tiempo en desequilibrio. Nada te pertenece salvo las cosas esenciales: el aire, el descanso, los sueños, el mar, el cielo y todo lo que tiende hacia lo eterno o lo que imaginamos de la eternidad.
Cesare Pavese

Cuanta razón tenía Cesare. Cuando te tirás la mochila al hombro por primera vez, porque has tenido el privilegio de poder apartar dinero para salir de mochilero, aún ni se ha gestado la menor de las sospechas, pero qué linda sacudida te está por pegar la vida!  Una brutalidad, sin duda. De a ratos es incómodo, intenso.  Pero no estamos hablando de viajes organizados con experiencias predigeridas en los cuales a dónde mirar, qué ver y cómo sentirse en cada parada ya está pautado de antemano.  Esos son viajes de café americano y desayuno continental en países remotos en los que lo que localmente en realidad a la mañana se come arroz, no cuentan, porque no hay nada de brutal en viajar de esa manera. Todos los que han salido con la mochila al hombro lo saben -todos los que han salido con la mochila al hombro y los bolsillos flacos lo saben aún mejor: detrás de las fotos ''instagramables'' está el behind the scenes. Muchas veces, la foto del ''yo estuve aquí'' hace poco eco de la experiencia que te atraviesa de norte a sur y te conmueve los esquemas... y que algunas veces no es de lo más fotogénica.

Yo hago presencia en las redes sociales y, en general, con un vistazo rápido se puede saber por dónde ando, aunque de rastros del diálogo constante y de las incomodidades que son mi viaje, casi nada. A pocos días de haber llegado a Australia, allá por mediados de octubre de 2016, escribí en mi diario de viaje:

''Esto de mudarse de país es muy desestructurante. Mi vida ha pasado a ser un lío. No lo puedo evitar, me molesta. Capaz es por eso que, últimamente, tengo el estómago como si me hubiera tragado una pelota de fútbol. Ahí tenés, para cuando tenga cuarenta voy a haber envejecido como loca por el estrés que me va a haber causado ser feliz... me refiero a andar viajando de acá para allá, cambiar de trabajo y de casa todo el tiempo, conocer gente nueva sin parar, hacer nuevos amigos. En fin...''.

El chiste, como lo veo ahora, está en acomodarse en esa  incomodidad y adueñarse de ella.

Una de las cosas que más me ha incomodado a mí de viajar, es el equipaje. El equipaje pesa,
hay que cargarlo al hombro, hay que hacerlo entrar en la mochila, en los lockers, debajo de la cama del hostel, en el avión... cuanto más he viajado menos fan de mis perfumitos y cremitas y zapatitos para ocasiones y cositas ocupa espacio me he vuelto. Mi amiga C., una vez, me hizo una videollamada desde Cairns (extremo noreste de Australia) cuando yo estaba en Sydney, para abrir una valija mía que había estado estacionada en su casa todo un año y mostrarme lo que había dentro. Estaba pesada y era difícil moverla. Antes de abrirla, C. comentó: - ''Conociéndote, esto debe estar lleno de libros y cremas’. Claro que exageraba, no estaba lleno, pero abrió la valija y me miró con una cara tremenda de ''Te dije, sos un desastre''.

Valijas esperando que llegue la caravan en una calle de Sydney.
Arrastrar todo ese peso por miles de kilómetros no hace mucha gracia.

Con el tiempo - y después de ver que mi equipaje se estaba convirtiendo en un tema- me dije que menos es más y la regla para comprar cosas nuevas pasó a ser que si no me entraba en la mochila, no lo necesitaba. Al mismo tiempo, me fui dando cuenta de que a las cosas que más me quería llevar cuando me iba de los lugares, no las podía meter en la valija, como por ejemplo: el aura de B. que nos daba clase de yoga gratis en el hostel de Melbourne y transmitía una energía que recuerdo ahora como si fueran oleadas de abrazos;  la alegría ingenua en los ojos de esos nenitos en Vietnam que al escucharnos pasar  salieron en sus bicicletas y nos acompañaron en nuestra caminata perdida por su pueblo polvoriento, haciéndonos preguntas en el inglés que conocían (What your name? What your favourite colour?) encantados, como si fuéramos de otro mundo; la conspiración de casualidades que me llevaron hasta las personas que debía cruzarme en el camino en  los momentos en que necesitaba aprender algo de ellas, en los que necesitaba llorar mi zozobra y en los que quería compartir mis momentos de alegría; ese abrazo en la puerta de mi casa en Sydney en que se disolvió todo el mundo fuera de ese segundo de mi cara escondida en su cuello; la dulzura de la mamá de mi amigo J. en Berric, un pueblo en el noroeste de Francia, que nunca me había visto antes, ni hablaba inglés (ni yo una palabra de francés) pero me hacía el desayuno, el almuerzo y la cena todos los días con una dedicación como si fuera su hija; la sonrisa desdentada de delincuente del hijito irlandés de mi hermana del alma que acababa de aprender a caminar y daba pasitos de pato aún, pero que se había trepado a la mesita del living sin ayuda ni permiso; la luna llena y enorme como un disco que salía del mar oscuro en aquel pueblo del trópico y proyectaba un camino de plata hasta la orilla, donde yo trabajaba... lo eterno, decía Pavese.

Me pertenece lo eterno… y entonces vuelvo a casa con menos de lo que me fui, pero con mucho más de lo que me había llevado.

Las incomodidades del viaje son, al fin y al cabo, pruebas en la vida del que viaja y hay que llevar una mente y un alma muy acorazados -o ser increíblemente necio o arrogante- para no aprender nada de esos obstáculos o lamentarse demasiado. Viajar, para mí, ha sido ir constantemente tanteando a prueba y error los caminos que me he propuesto y aquellos que fueron los más espinosos -los más incómodos- que tomé, han sido también de los que más aprendí.

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