En el medio del mar: volver a casa

Son las cuatro de la tarde en Concordia, Entre Ríos. Estoy rodeada de papeles, diarios de viaje, una edición italiana de El Principito, que no entiendo mucho, un pintador de mandalas, postales de aquí y allá con mis impresiones de turista que colecciono y no mando, un portadocumentos con mi pasaporte, pasajes de avión viejos, varios chips de teléfono... Es parte de mi equipaje de mano que, muy a mi manera de siempre, como si fuera un arte, desparramé por la mesa del comedor de casa. Entre el lío de papeles, tengo el café a medio tomar en la taza con una inscripción que dice ‘hormiguita viajera’, que me dio mamá cuando llegué.


Hormiguita Viajera.



Miro a mi alrededor. Los perris duermen debajo de la mesa, entre las patas de las sillas;  las caras de las tres nenas enmarcadas en portarretratos me miran desde la playa, desde las cataratas, desde las escaleras de la casa de la abuela, con la camiseta Argentina en Brasil, con vestidos de fiesta en la recepción de alguna de las 3. Todo tan igual que siempre y en el mismo barrio de casas bajas con ladrillo a la vista, veredas de pasto, gorriones, mucho sol, pocos autos. Es como estar en un retiro, pienso. Un retiro… abro el correo: me han aceptado para el curso de meditación al que me había anotado. Al fin un plan concreto. Me quedo mirando la pantalla sin verla, me pasa una ráfaga de imágenes por la cabeza. Hace un par de años ni me había cruzado con la palabra ‘meditación’, me la encontré en el camino, andando. 

Tomo un sorbo de café.  Tanta normalidad,  como si los últimos seis años no hubieran estado llenos del Traca-Traca-Traca de las rueditas de la valija en las baldosas, de desvelos en sillas frías de decenas de aeropuertos vacíos, de nervios del primer día en el trabajo; de noches de sueño al costado de la ruta, de viajes de equipaje súper livianito y corazón algo pesado; de templos con olor a sahumerio; de atardeceres hipnóticos que nunca antes había visto y de pueblos con electricidad de 6 a 10; de cafecito y complicidad amiguera en la playa; de casamientos, nacimientos y reencuentros; de vida más o menos nómade; del antídoto al miedo que le he tenido a la chatura, al no querer con todas las fuerzas de la que soy capaz, a no saber hasta dónde llegaría si me diera la oportunidad. Y después de todo, esta ciudad tan inadvertida. Como si tantas vueltas y toda esa constelación de caras, lugares y momentos, hubieran pasado en un bullicio de cuadros en cámara rápida que fueron a morir de repente en la puerta de mi casa.  

Hace casi un mes que volví. Los primeros días fueron los más duros, me los pasé como a ciegas, tanteando el camino dentro de la casa de mi hermana en La Plata, perdiéndome en la ciudad de las calles numeradas, haciendo cuentas en el teléfono para  entender los precios en el supermercado. 

Como el que manotea la alarma y aprieta snooze para no abandonar el sueño (el viaje) todavía, me puse a ver fotos. Los 30, los 31, los 32…. Horas de fotos. Las seleccioné, las ordené en carpetas, las compartí en Facebook. Después de un par de días el caos de imágenes ya estaba más o menos en orden: pasé a los diarios de viaje. Esta vez empecé desde el 2013, que fue cuando me fui de Argentina por primera vez. Horas de lectura probaron que necesito anteojos para fijar la vista y que el contenido de mis anotaciones de ese entonces era -en gran parte- demasiado minucioso y cotidiano para ser interesante. Con el tiempo, los párrafos se hicieron algo más cándidos y reveladores. En limpio saco que he logrado combatir el tedio de la rutina de la que escapo cada vez que dejo Ezeiza y que me ha costado pequeños y grandes tropezones descifrar a la gente, descifrarme yo -no me han funcionado del todo las mismas recetas que me funcionaban en casa.

Esencialmente, la búsqueda sigue siendo la misma de siempre... ¿quién soy?¿Quién me entiende? ¿Qué hago acá?  y, más recientemente, ¿Dónde está la orilla? Dónde está la orilla... como si el vuelo que me tomé en Barcelona ésta última vez me hubiese dejado en medio del mar y ahora esté a medio camino, ni acá ni allá, insignificante como una nuez, intentando usar los brazos como remos (¿Para ir a dónde?). Ese es el desafío de la vuelta -me digo- lograr que la cabeza haga pie.

Tomo otro sorbo del café, ya está un poco frío. Mientras encuentro la brújula y descifro cuál es el norte, a modo de terapia y para tirarle algunas migas a la nostalgia, reescribo, en forma de anécdotas, reflexiones, impresiones y notas al pie, 6 años de vida de viaje.


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