Luz, cámara, Italia: el set

En Italia cuentan que tienen la suerte de habitar un país mediterráneo, de los que te invitan a recorrerlo despacio, demorando los pasos en las calles de aire cálido, inundadas de luz tibia. Son tan vehementes en lo que dicen estos tanos, que todos les creemos y terminamos plegándonos al paso de vaca de las hordas de turistas que pululan por las calles de las ciudades italianas: nos apretujamos en una góndola en los canales de Venecia; hacemos cola en la entrada del Coliseo y nos amontonamos con la multitud en las escaleras de la Fontana di Trevi en Roma; nos volvemos viejos esperando poder entrar por la  puerta de la Capilla Sixtina en el Vaticano; nos sacamos una foto bonita (o veinte) empujando la torre de pisa, o posando en los restos de Pompeya, en los viñedos de la Toscana, en la montaña salpicada de casas de colores en la costa Amalfitana.

El caso es que algunas de las ciudades italianas no pueden no reflejar, de alguna manera, toda aquella teatralidad innata de sus habitantes, que parecen tender hacia la grandilocuencia y la exageración. Italia en sí misma, se aprecia muy bien en dosis moderadas (en particular cuando se visita el sur, donde la ‘italianidad’ es especialmente concentrada). Esto, sin embargo, no es en sí mismo una falta….

La primera vez que estuve en Italia, empecé por Venecia.

Octubre de 2013. Llego con mi amiga Vicky a Venecia a la caída del sol y caminamos por las callecitas semioscuras del distrito de Canareggio, al norte de la ciudad.  Llegamos a un canal angosto que nos separa de un edificio de apariencia tan antigua como la del resto de la ciudad; Venecia a esta hora tiene un aspecto quedo y nada indica que por aquí esté el hostel que buscamos, excepto la dirección de la reserva, Campo della Maddalena 2205. 

Hay un puente arqueado y venido a menos que conecta la vereda con la puerta de entrada y una pequeña lancha estacionada casi debajo del puente. Más arriba, a la izquierda,  en una cuerda entre dos ventanas de arco alto, secándose con la brisa de la tarde, hay unas inmaculadas sábanas blancas que contrastan con las manchas de humedad que trepan por el revoque grisáceo de las paredes. Las persianas abiertas de una de las ventanas emanan luz: debe ser acá. Aunque no hay nada que delate un albergue para jóvenes; no hay cartel, ni está la puerta abierta, ni hay movimiento de gente, ni se escuchan voces…  En cualquier caso, ese puente parece no haber soportado el peso de una persona en un largo tiempo y hasta la iglesia circular, casi pegada a nuestras espaldas, parece herméticamente cerrada y silenciosa. Si te he visto, no me acuerdo, nos dice Venecia en estos segundos. Pase lo que pase, aquí ni el loro se va a enterar.

El hostel, que se llamaba 'A venice Fish', cuando llegamos.
Hoy ya no recibe huéspedes...


Finalmente, alguien que se asoma por la ventana nos ve y baja a abrirnos. La llave alargada de color bronce con dientes de un solo lado que abre la puerta, da paso a un hall desprovisto y húmedo, seguido de unas escaleras en bucle que parecen las que llevaban a la mazmorra del castillo de Transilvania, solo que para el piso de arriba.


                                                                                 
                                    
                              Vicky en la puerta.                                 El hostel de día.















La realidad de las habitaciones es bastante menos cinematográfica, pero poco importa, porque afuera esperan dos días de perderse en los recovecos de los canales y el laberinto de calles angostas que, invariablemente, desembocan en más elementos que dan la sensación de estar caminando por un set de filmación. 


Hasta la señora combinaba.
Perderse en el laberinto de calles es una de las atracciones turísticas.

Al día siguiente, persiguiendo los carteles indicadores, llegamos a la famosa Piazza San Marco, en el corazón de Venecia desde el siglo IX. Napoleón Bonaparte no habrá estado muy errado cuando dijo que esta plaza era ‘el salón más bello de Europa’. Es la única plaza que se pueda preciar de tal en la ciudad, con sus 180 metros de largo por 70 de ancho, que nosotras recorrimos a paso lento.

 Por allá nos sentamos en el corazón de la plaza a ver la basílica de San Marco y la icónica torre del reloj, pero no está permitido sentarse en el suelo aquí y seguimos camino. Tampoco se puede comer ni tomar si no es en alguno de los cafés y, menos que menos, darles de comer a las decenas y decenas de palomas que revolotean en la explanada. Son tantas, que el jaleo del batir de alas cuando remontan vuelo, podría estar enmascarando el elegante  escape de algún ladrón de guante blanco por entre las galerías y las mesitas de los cafés que habitan la plaza. En esta escena, deambulan entre las mesas los mozos monocromáticos de chaleco y moño, balanceando elegantemente la bandeja en tres dedos, y sirviendo café a los turistas que peinan canas y van enfundados en lino blanco y gafas, con toda la pinta de que podrían ser los potentados inadvertidos de los que escapa aquel ladrón.

Cafecito en la Piazza San Marco.

Seguimos camino, cruzamos puentes y caminamos a la vera de los canales más concurridos, donde nos encontramos con una profusión de sombreros de paja con cintas de color, esos con copa recta y ala corta que son la marca registrada de los gondoleros que empujan las góndolas remolonas. Esos sombreros son, sin duda, la obra de algún vestuarista de criterio afilado, que supo interpretar la consigna de ‘lo simple y cotidiano, pero encantador’. Otra vez, la sensación de estar en un set de filmación.

Gondolero con su remera a rayas y su sombrero de paja.

 También vemos ropa muy casualmente tendida hacia afuera de las ventanas (práctica prohibida en países anglosajones pero muy común en Italia), idea, seguramente, del director de fotografía, quien ha querido que esas sábanas de colores se reflejen en el agua de los canales y se vean desde los puentes: el toque perfecto para que capten las cámaras.

Y hablando de cámaras, ya es casi el segundo día completo recorriendo estas calles y no podemos dejar de notar que hemos cruzado una buena cantidad de italianos con unos ojos y con una pinta increíble de actores de cine. Venimos por el laberinto en estas elucubraciones no demasiado profundas, cuando empezamos a escuchar, tenue y distante, una música que nos endereza el camino. La seguimos hasta  que se hace clara y fuerte, hasta que el laberinto se abre en una plaza y damos, por fin, con la fuente: un piano, un violín y una viola, tocan una pieza de música clásica que se pliega increíblemente bien a todo el diseño de la obra. Esta es la banda sonora, nos decimos. Una vez más, todo orquestado y en perfecta sintonía.  Nosotras no hacemos más que disfrutar de tanto talento.

Había que dejarles propina.

Llegando al barrio de San Polo, nos encontramos con el mercado de frutas, verduras y pescado de Rialto, que le da color y vida a esta zona desde que el diablo es diablo, por allá antes del año 1100.  Esta zona está a la vera del Gran Canal de Venecia, que divide a la ciudad en dos. A poco andar desde el mercado, llegamos al puente de Rialto,  el más viejo de los cuatro que atraviesa el canal.  Es para detenerse a observarlo. Fue construido en un solo arco de piedra blanca, con dos rampas que se unen en un pórtico central en los años en que Shakespeare escribió Romeo y Julieta y  es el escenario perfecto para la escena cúlmine que esperamos en vilo toda la película….

El puente de Rialto desde un café.

Venecia es una verdadera mise-en-scène y nos ha maravillado. Sin embargo, no está exenta de elementos que quedan relegados a las escenas descartadas y a los entretelones,   como por ejemplo, que la ciudad en sí no es nada ideal para las familias, que son cada vez menos (Venecia tenía unos 62.000 habitantes en el 2013), porque los espacios habitacionales son costosos, inconvenientemente pequeños y vulnerados por la humedad y las inundaciones; como el mal olor reportado por muchos turistas (yo no los sentí), o el euro con cincuenta que cobran la entrada a los baños públicos (ese sí lo sentí); como el intento pobrísimo de pizza (sin queso) que nos sirvieron en un restaurante local, o como los reales ladrones de guante blanco, que son los que ponen precio al paseo en góndola (que no hicimos)... 

Foto turista.

La consigna de lo ‘simple y cotidiano pero encantador’ que nos encontramos en la puesta en escena Veneciana la ví en Pan y Tulipanes, que transcurre en Venecia y bien vale las dos horas de living que se lleva. Recomendada para los que prefieren ver la película sin moverse de casa.


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