Luz, cámara, Italia: los personajes

Los italianos tienen el don de la palabra.  Aunque no es que cuenten las cosas, sino que las actúan con ímpetu... y no les hace falta una obra de teatro. De hecho, les basta con las puertas de un ascensor que se cierran dejándolos fuera, o una cola de más de 30 segundos en las máquinas expendedoras de boletos de tren: juntan las manos como en plegaria y miran al cielo, fruncen el ceño  impacientes y sacuden las dos manos con los dedos en cono, como demandando respuestas; se muerden el labio y revolean los ojos, abren los brazos y tiran la cabeza hacia atrás, como atajando todo el dramatismo que cae del cielo y les empapa la idiosincrasia. 

Los italianos ‘sobreactúan’ más que solo el amor profeso por las tres P (pizza, pan y pasta). Dicen que hay que demorarse en la LL de mozzarella y en el café espresso de toda ocasión, pero que la leche en el café después de la mañana es indigna, igual que el ananá en la pizza -a cualquier hora-. Dicen que todos los italianos saben cocinar, vociferar, comerte con la mirada, exagerar; que son buenos amantes y te prometen la tierra, el cielo y las estrellas, pero te dan, de todo eso, el polvo que levantan con tanto ademán. Que dicen más ‘Bella’, ‘Mamma mia’ y ‘Allora’ que lo que comen (y comen mucho); que tradicionalmente se atragantan con carbohidratos y no engordan; que los argentinos somos la versión rebajada con soda y que el arrebato y el almuerzo dominguero en la mesa larga,  concurrida, bulliciosa y llena de pan no es, en lo más mínimo, solo una construcción tipificante. 

De casi todo esto daba cuenta un romano que, una vez, en la cocina de un hostel en Melbourne, Australia, intervino antes de que yo haga un ‘desastre’ con mi spaguetti a la bolognesa. Se me había dado por hacer pasta al lado de una comitiva de italianos que cocinaba para un batallón. Grave error. Los que no estaban cocinando estaban charlando, congregados alrededor de la olla, porque los italianos no vienen de a uno, sino en packs.  Cuando este chico vió lo que yo estaba haciendo, se acercó a intervenir. Era un típico italiano, de acento marcado y tatuajes de marinero, asiduo fumador del callejón oscuro a la vuelta del hostel -la comunidad hostelera es como un pueblo minúsculo, aunque no conozcas a todos de palabra, sí los conocés de vista, como yo a este chico-.

- ''Tenés que esperar a que se caliente el aceite. A ver, dejame''.

Con un dejo de impaciencia, me movió a un costado. Hizo la salsa (-''No tenés salsa? hay que ponerle salsa, traigo la mía''.) y los fideos al dente, mientras yo observaba. Ni yo hice más que cortar la cebolla, ni él probó mi almuerzo. Cuando estuvo listo, me mandó a comer (perdónala Señor, pues no sabe lo que hace), mientras él devolvía su atención a la olla comunal en la hornalla vecina.


Así, me crucé a más de uno de los que te miran fijo si llegás a pedir un capuccino con la comida, de los que te lloran a mares con el corazón destrozado, pero les basta que dobles la esquina para superarte,  de los que son (genuinamente) más amigos que los amigos, y demás. Pero el personaje que más recuerdo de los que me encontré en Italia, no era italiano… aunque sí concebido por uno. Era esbelto, como los italianos del norte, aunque con un aire compuesto, que tal vez no se asemejaba del todo a la impronta de los tanos. A decir verdad, capaz que con ellos solo compartía la grandilocuencia de sus rasgos más sobresalientes.

Lo conocí en Florencia, en un museo. Florencia es una ciudad famosa por la riqueza en arte que conserva. Vista a vuelo de pájaro es, en sí misma, una postal de arte arquitectónico. Las piezas centenarias y milenarias se encuentran en sus museos y en sus calles (¡y en las heladerías! el helado artesanal que hacen en esta ciudad es de otro mundo).

Vista de Florencia desde Piazzale Michelangelo.
Sobresale el Duomo, que es una postal en sí mismo.


Yo, en general, tengo un interés moderado por el arte y no me trago todos los museos que se me pasan por el camino. Esta vez, sin embargo -la primera que visito Florencia-, no me quiero perder una de las joyas que adorna esta ciudad desde hace unos cinco siglos. Tal cosa está en la Galleria dell'Accademia, un museo que se encuentra en el centro de la ciudad, de cara a una calle angosta, de piedra y sin muchas pretensiones, a la que me acerco el segundo día.

Cuando llego, me sorprende un poco la fachada simple y sobria del edificio, no se ve tan prometedor. Ya en la puerta, recuerdo vagamente la amplia explanada del Louvre y las columnas jónicas de la entrada al Museo Británico. Da lo mismo, pienso, y pago los €11 de la entrada. Casi no hay cola. Una vez dentro, veo que el museo es lo que prometía por fuera: no demasiado amplio ni presuntuoso, con ambientes de paredes color terracota.

El museo.

Al principio, recorro las vitrinas y las exposiciones de obras oscuras y ominosas con representaciones de la omnipotencia del Todo Poderoso, de santos y virtuosos, de nobles y cruzados; todas piezas que han llegado hasta nosotros desde los rincones más piadosos y adoctrinantes de la edad media, arrastrando escaso valor antropológico para los que poco y nada sabemos de antropología. Paso lista de lo que ignoro y lamento lo que no recuerdo de las clases de historia del arte de la secundaria, al tiempo que apuro el paso, algo ansiosa de dar con el personaje que vengo buscando.

Voy de sala en sala (esto es un poco laberíntico), hasta que dejo atrás la edad media, que me oprime un poco y me hace pensar en la muerte. Respiro cuando empiezo a ver bloques de mármol blancos tallados a cincel: ya estoy entrando en la claridad del Renacimiento y no debo estar lejos. Por allá desemboco en una sala amplia y larga, como si fuera la nave central, que termina en una cúpula en forma de semicírculo y me da un pequeño vuelco el estómago. Ahí está, altísimo e imponente, en sus cinco metros de mármol blanco, el David.

Sus 5572 kilogramos de mármol fueron tallados entre 1501 y 1504 por Miguel Angel Bounarroti. Ahora, está cercado por unos paños de vidrio grueso que me dan por el pecho. Es intocable, pero me acerco para verlo en detalle y lo rodeo despacio, cada ángulo es una maravilla. Este es el David que abatió a Golliat (o tal vez el que está considerando el ataque), pero nada en el marco de su cuerpo delata una abierta hostilidad, ni una fuerza bruta. Los rasgos de la cara, el contorno de los músculos tersos, la postura del cuerpo descansado en una de las piernas, son la armonía expresada en el cuerpo humano.

 Es la belleza de la juventud en la mayor expresión de su poder vital; un milagro del arte y como tal, ejerce algún tipo de magnetismo sobre mí que, por largos minutos, no le saco los ojos de encima. Debe ser que no soy la única, no veo más asientos que los que rodean esta escultura.  Me siento en una de las sillas pensando que el impacto del encuentro es aún mayor por la austeridad de este edificio en el que se exhibe -tal vez una esperaría encontrarlo en un espacio que anticipe la importancia de la obra-. En este punto, tengo una breve conversación con el recuerdo de las magníficas salas de exposición del Louvre, donde está la Mona Lisa, que es relativamente pequeña y está acordonada detrás de un vidrio primero, y detrás de una horda de turistas después, que se codean entre sí (literalmente) para sacarse una selfie. Vuelvo a la sala silenciosa y casi vacía y veo como los asientos también están vacíos, aparte del hombre que bosqueja una copia del David en papel y lápiz. Aquí no está permitido sacar fotos, ni pululan los que solo ven a través de la lente de la cámara. Aleluya. De cualquier manera, las fotos no le hacen justicia. 

 Luego de largos minutos, dejo mi asiento y me acerco a despedirme. Noto sus ojos perturbados y el ceño fruncido, tal vez aún no ataca…. Después del encuentro, poca atención puedo prestar a otra cosa en este museo, así que desde los pies del David voy directo a la salida. 


El David.
(aca peco de copiona, no capturé yo esta imagen.)

De camino al hostel, pienso que los italianos serán arrebatados y, algunas veces, hasta una prueba a la paciencia, pero también que quizá ese espíritu exacerbado (por el que tienden a llevar las cosas hasta cierto grado de exaltación) haya jugado su papel en la creación de semejante obra de arte. Si así fuere, me digo, que ese fuego que los mueve siga ardiendo,  que los banco.


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