Ver las cosas tal cual son: Meditación Vipassana



' La vida no ha sido hecha  para rodearla de sombras y tristezas'  cantaba Victor Jara.
Algunas veces, sin embargo, cómo evitarlo, si no es posible controlarlo todo y mucho menos lo que nos rodea. Estaría bueno ser como Moisés y poder abrir, con una mano, el mar rojo de las desdichas, para atravesarlo sin tragar una sola gota; pero no hay caso, la marea de casualidad atiende vagamente los caprichos de la luna.
A fines de enero pasado fui a un centro de meditación Vipassana en Capilla del Monte, Córdoba y ahí hice un viaje que me llevó a considerar algunas cosas:
-En general, la vida no ha sido hecha, sino que está siendo hecha a cada instante, y
- Aquello que la rodea de sombras y tristezas, puede que muchas veces sólo fluya en el mar más profundo y correntoso que existe: el de la propia mente.
¿Qué es Vipassana?
Vipassana significa ver las cosas tal cual son y es una de las técnicas de meditación más antiguas de la India. La practicaba Gotama el Buda hace 2500 años y su meta final era el equilibrio total de una mente sana y sin sufrimiento. El Buda la enseñó como un arte: el arte de vivir.
La práctica en sí, es un viaje de autoexploración a los orígenes comunes del cuerpo y la mente y se basa en la premisa de que las sensaciones físicas que forman la vida del cuerpo están interconectadas con la vida de la mente y la condicionan. Ojo, he aquí lo interesante: el que observe detenidamente esas sensaciones, será capaz de experimentar, en su propio cuerpo, la verdad más recóndita de sus pensamientos,  de sus sentimientos, de sus juicios y de la negatividad que le causa dolor.
Así, la meditación Vipassana intensifica la conciencia de las cosas tal cual son, sin maquillajes ni engaños y el meditador va desentrañando su propia mente hasta, eventualmente, lograr el equilibrio mental. No hay más que adentrarse en sus profundidades y observar.
Se trata de un arduo trabajo de dedicación inquebrantable. La cuestión es, ¿quién de nosotros que habitamos un paradigma de vida y obra occidental, en el que vivimos embriagados con el elixir de los estímulos frenéticos, tiene ganas, tiempo o siquiera fuerza de voluntad para cambiarlos, al menos un rato,  por una buena dosis de medicina oriental?

El curso de 10 días

Hace unos años, cuando llegué a Melbourne, Australia, conocí a un estadounidense en el hostel, que una mañana me ayudó con cuestiones prácticas del que recién se está instalando y después salimos a pasear por el jardín botánico. Acababa de conocerlo y me contó un poco de su adolescencia conflictiva. En el hilo de su relato mencionó, casi al pasar, un curso de meditación de 10 días. Después de esa caminata yo dejaría registro:
''Conocí un estadounidense que perdió diez kilos meditando al estilo del Buda durante diez días en los que no podía hablar ni mirar a nadie. Muy casualmente, me contó que había sido expulsado de la escuela por llevar una navaja y que tuvo una mala época en que se empastillaba brutalmente y tomaba mucho, pero que ahora, a los 23, está recuperado…''
Yo no relacioné una cosa con la otra. La meditación no tenía nada que ver conmigo y vagamente pensé que diez días a tal efecto me resultaban un exceso. No era mi momento. Pero tres años después, el tema de la meditación volvió a mi atención con mayor insistencia, en un momento propicio.
Fue hace poco, cuando pasé casi dos meses en el sur de Italia al final de un viaje de tres años. Siete semanas muy particulares, esas. El fin del viaje, marcaba claramente la conclusión de algunas otras cosas en mi vida, lo que me daba una sensación de no retorno: mi cabeza parecía una brújula imantada.
Durante ese tiempo, en el que viví a los pies del Vesubio, cerca de Nápoles, cada fin de semana visitaba las ciudades de la costa Amalfitana y, como nunca, hacía tiempo para las iglesias; aprovechaba su silencio y el reparo del calor en el verano europeo, me tomaba 45 minutos y me sentaba a meditar. A decir verdad, no sabía muy bien lo que estaba haciendo.
Para ese entonces, hacía tiempo había llegado a mí un librito que explicaba los fundamentos de la meditación Vipassana y cuando aterricé en Argentina, ni bien tuve chance de abrir la compu, me anoté en uno de los cursos de 10 días que había hecho mi amigo yanqui años antes. Tampoco ahí supe lo que estaba haciendo. 
En la página de internet leí que el régimen de actividades iba de 4 a.m. a 9 p.m., que se ayunaba después del mediodía con solo una fruta en la tarde; que se mantenía el noble silencio por la duración del curso y que se prohibía cualquier clase de contacto con el mundo exterior. Tampoco se permitía leer, escribir, escuchar música ni hacer ejercicio. Comunicarse por señas y tener contacto físico con los demás, tampoco estaba permitido. También estaba a la vista que se trataba de 11 horas de meditación diarias, aunque no lo había tomado en cuenta.
Sin más, rellené un almohadón viejo, herencia de la abuela Ita, cargué ropa holgada que me tapara los hombros y las rodillas, tal como se indicaba y recorrí las 12 horas que tenía hasta el centro de meditación.
De esa manera, como yo, los meditadores laicos y amateurs, llegan al centro buscando algo de calma y paz mental. Llegan no sin rastros de escepticismo, porque nunca han hecho lugar para supersticiones de esas que curan el empacho, ni para ritos de fe religiosa; pero algo los ha llevado hasta la meditación y se entregan.

De buenas a primeras, pasan tres cosas:
La primera es que el meditador se da cuenta de que esto no es ‘creer o reventar’. Nadie le pide que se siente a meditar, cual si velara una fe ciega en un mantra, la imagen de un iluminado, Gandalf el gris luchando contra el balrog en Moria, una teoría que enraiza en la infalibilidad de los siglos, o en ninguna de esas cosas. En lugar de eso, se le pide que se siente y observe su respiración y sus sensaciones (11 horas al día, 110 horas en diez días) para así poder experimentar, en carne propia, la realidad del cuerpo y, por ende, la realidad de todas las cosas. Todo esto sin confiar más que en sí y en lo que siente el cuerpo físico. A esta altura una piensa, estos tienen más confianza en mí que yo misma, pero bueno.
La segunda cosa que pasa es que desde el primer día, sorprende al meditador la certeza total de que la calma y la paz mental que venía buscando, van a ser difíciles de conseguir en estas sesiones, sobre todo en las primeras. En las largas horas de meditación, la mente y el cuerpo darán batalla, como un animal salvaje que se retuerce en cautiverio repentino. Sólo el que traiga paz  y calma absoluta va a ser capaz de experimentarla en la meditación al observarse detenidamente, de otra manera, lo que se descubre al autoexaminarse es, ni más ni menos, lo que de verdad hay dentro.
Y la tercera cosa que pasa, es que se empieza a notar como ningún almohadón es lo suficientemente mullido para todas esas horas de meditación y que los huesos tienen la capacidad de crujir cual orquesta al más mínimo movimiento.

Mi experiencia

El primer día, a las 4 de mañana, suena el gong. Sonará otra vez a las 4:30, llamando a las dos primeras horas de meditación. A cielo abierto, en la oscuridad de la madrugada, casi cincuenta cuerpos silenciosos recorren despacio la distancia entre las habitaciones y la sala de meditación. En la entrada hay un cartel que pone ‘DÍA 1’. Las mujeres entran por una puerta, los hombres por otra; no se mezclan mientras dura el curso. Así va a empezar la jornada, día tras día durante los diez días en los que te piden que cierres los ojos para verte mejor, porque ver para afuera entorpece la visión. 
Una profesora asistente pasa, en ciertas partes del día, los audios del profesor referente que organizó los cursos, un birmano muerto ya desde 2013. En estos  audios, que escuchan los estudiantes en todos los centros del mundo, el señor Goenka (nuestro profesor), canta en pali y da instrucciones en un fuerte acento hindú. Con voz demasiado calma para el que acaba de llegar del bullicio del mundo, este hombre te pide que observes, porque dentro tuyo están todas las respuestas. ¿Que observe qué?, se preguntará el que no estaba prestando atención, ¿la imagen del Buda que va a venir a depositar las respuestas en mi cabeza si lo contemplo el tiempo suficiente? No. Durante los tres primeros días, se observa  la respiración, para calmar la mente y aguzarla, al cuarto día se empieza a observar las sensaciones.
En teoría suena bien o, al menos, factible…
Para mi, los dos primeros días, la meditación de las 4:30 de la mañana son una tortura china -o mejor dicho, una tortura hindú-. Me duermo sentada, tengo hambre, estoy incómoda. Lo único que me ocupa la cabeza es  romper la postura y salir corriendo a comer y a meterme en la cama. La respiración, bien gracias. Pasados esos dos primeros días, no hay postura que aguante y mi mente sigue en constante zapping, pero continuo.
Al tercer día empiezo a doblegar la voluntad de mi mente, logro observar la respiración con algo más de detenimiento  y estoy las 24 horas invadida por una sensación de bienestar y reconciliación con el mundo y mis fantasmas: Que bueno esto, tengo que recomendarlo.
Al cuarto día ya estamos ‘listos’ y empieza la posta, empezamos a practicar Vipassana. Tres veces al día meditamos en Adhittana, (‘firme determinación’), sin mover las piernas ni las manos y manteniendo los ojos cerrados por toda una hora. El señor Goenka nos indica que observemos las sensaciones del cuerpo sin juzgarlas, que veamos cómo surgen y desaparecen, tal y como toda experiencia en la vida. Esta impermanencia, nos dice, es la ley de la naturaleza.
Ese día, me levanto con bronca contra el mundo y una intolerancia que ocupa espacio físico -literalmente, estoy todo el día con el estómago inflado como un sapo-.  Ayer fumaba la pipa de la paz con mis líos mentales, hoy les hago la guerra: Basta, estoy harta de que estés en mi cabeza, salí de ahí, dejame de molestar. Voy cayendo en la cuenta de que estas cosas no son obra de la casualidad.
Para observar las sensaciones del cuerpo, una va en orden, de la cabeza a los pies y de los pies a la cabeza, pasando por cada parte. El quinto día, llego a examinarme de esta manera varias veces, sin interrupción de pensamientos contaminantes ni fantasmas que asomen la cabeza. Maravilloso. Mi mente es un pozo de agua, ni una gota de viento que la perturbe. Con esa concentración, el cuerpo no encuentra dolor ni dificultad para permanecer inmóvil como una piedra. Se desdibuja el mundo exterior y las sensaciones sutiles empiezan a inundar la mente, porque son lo único que existe. Increíble, soy una genia. La concentración trae más concentración, cuanto más calmo el pozo, más visible se hace el fondo… de la nada misma, una pena sin nombre me acelera el pulso, me arruga la frente, me quema los ojos… y me pongo a llorar en la sala, en medio de toda esa gente silenciosa.
Con el primer gong del sexto día, una de las chicas agarra sus cosas y se va haciendo ruido. No se ha bancado el silencio, el régimen de comidas, ni las facilidades del centro. Tampoco le convencía la técnica de meditación. También los hay de esos. Ese día yo todavía lucho a cabezasos en la meditación de las 4:30 a.m..
Al séptimo, octavo y noveno día, los paso con un nudo en la garganta, como si estuviera atragantada con algo, porque es una sensación física. A pesar de eso y del crepitar constante de cada hueso de las piernas y la espalda, logro mis sentadas más exitosas: ya no cabeceo en la meditación de la madrugada y empiezo a enteder esto de la ecuanimidad (observar sin juzgar): en vez de espantar los pensamientos a manotazos, cual moscas, cuando aparecen me disocio y los observo, sin entrar en su juego. En eso estoy una mañana, cuando me empieza a zumbar una parte del cuerpo con unas vibraciones que nunca había sentido antes.
El décimo día nos enseñan la meditación metta, para compartir con el mundo toda la positividad con la que vibramos practicando  Vipassana. Después de eso se rompe el silencio y todos estallan en conversación.
Se hace evidente lo duro que ha resultado el régimen del curso y que, más allá de las cuestiones prácticas, a nadie le resultó indiferente la experiencia. A su manera, cada uno se ha sentido movilizado. Pizza de por medio y con alguna que otra risa, vamos procesando y compartiendo  los síntomas psicosomáticos que cada uno experimentó en silencio los diez días que pasaron.

Me voy pensando en cómo es posible que sentarse a observar el propio cuerpo sea movilizante. Lo cierto es que, conforme van pasando los días y cuanto una más se observa, hay cosas en la cabeza que empiezan a resignifacarse. Concepciones como las del ego, los sentimientos, las relaciones humanas, empiezan a desplazarse en la mente, de manera casi imperceptible pero crucial, al modo de los planetas. 
Desandando el camino de vuelta, considero como la mente occidental busca sus respuestas en estímulos externos y, cuando no las encuentra, barre sus frustraciones debajo de la alfombra, sean estas pequeñas o grandes.

Sé que el curso no ha hecho magia y que no vamos a dejar de perseguir la necesidad de saciar los sentidos, menos que menos después de solo diez días, pero una semilla ha sido sembrada, con tiempo y paciencia podría crecer.
 Saliendo a la ruta veo las sierras y recuerdo que estoy en Córdoba. Se me ocurre que, seguramente, sea más fácil abrevar en el Dhamma* con el caballo cansado de tirar de tanto peso que ningún estímulo alcanza a aliviar. Cada uno, me digo, recordando a aquel amigo norteamericano del cual olvido el nombre, encuentra su momento. Desde ahí, como dijo uno de los chicos al terminar el curso, mientras desaparecía por la huella que lo llevaba de vuelta a la civilización: ''¡Buen camino!'' ... Me voy a casa.


*La ley de la naturaleza, el camino hacia el remedio universal para males universales.


Comentarios

  1. Qué fuerte lo que viviste y admiro tu tenacidad para lograrlo. Creo que jamás podría hacerlo aunque bien me vendría conectarme conmigo misma. Gracias por compartir tu experiencia.

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    1. No me sale tu nombre, pero qué lindo si te gustó leerlo. Claro que podrías hacerlo. Ahora sabés que está ahí para cuando lo necesites, es un bálsamo para la mente ;)

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