Decisiones, decisiones: Chau Irlanda

Todos alguna vez nos mentimos un poco. Es que a la mente hay que apaciguarla de alguna manera y por ahí la forma es diciéndole lo que necesita escuchar -es un mecanismo de defensa-. ¿Qué pasa cuando falla la fuerza de voluntad, o el valor o incluso la opción de tomar ciertos caminos?. Algunas veces, lo que termina pasando es que una se convence de que los caminos indicados son los que ofrecen menos resistencia, los que son más fáciles de transitar. Ya se sabe lo que dice el dicho, 'más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer'.... Lo demás es pura inercia.  Sin embargo, ocurre algunas veces que aunque una intente quedarse en la seguridad de lo conocido, la vida insiste en lo contrario.

En julio del 2015, escribí en mi diario:

''Ya sé lo que quiero. Pero no lo puedo tener todo al mismo tiempo… quiero la seguridad y la comodidad de mi casa, pero también quiero viajar. Si no es ahora, cuando ¿a los 60? no, el año que viene…''

Eso de ‘el año que viene’ lo escribí por escribirlo, como dice una amiga, para que decida la Victoria del futuro, pero en esos días compré un scratch map para raspar los países que iba visitando y era lo primero que veía todos los días cuando me levantaba. Además, había empezado a tener síntomas de estancamiento: sin desafíos nuevos ya se me hacía ínfimamente tedioso estar tan cómoda y vivir bajo una nube constante: empezaba a extrañar el sol, se me iban gastando las pilas de tanto estar a la sombra -literalmente: vivía en Irlanda-.

En los acantilados de Howth, en County Dublin, 2013.
Recién llegada a Irlanda,  no podía creer el viento.

Así y todo, cuando el 2016 dobló la esquina y empecé a darme cuenta de que mi comodidad y toda mi estadía en ese país estaban atadas con alambre, no me lo tomé con tanta naturalidad. Amaba Irlanda. Hasta ese momento, en los años que habían pasado, la gente que conocía iba y venía de Dublín, yo les daba a todos un besito en la frente y los miraba irse: a mi nadie me movía.

Irlanda del norte.El viento es autóctono en toda la isla.

A principios de 2016, terminó un curso de turismo que estaba haciendo y decidí estudiar algo nuevo, para prolongar mi estadía por otro año más. Descarté la opción cuando vi que no se me ofrecía ninguna materia interesante. Cerré esa puerta y tanteé otra: el bar donde trabajaba estaba dispuesto a firmar una visa de trabajo, yo debería ocuparme de los trámites engorrosos. A mediados de marzo, a dos días de la fiesta multitudinaria de San Patricio, escribí:

''Vamos por el cuarto año bajo la sombra de las nubes irlandesas, porque sea como sea, me quedo''.

Mi diario del 2015 estaba atravesado por anotaciones que decían, en todas las formas, que yo no había nacido para vivir a la sombra. Cuando una no se escucha pensar, es que algo no está saliendo bien, aunque está claro que la vida se encarga, porque resultó ser que aquella puerta tampoco se abriría para mí. Solo dos meses después de tanta certeza aparente, como si fuera otra Victoria, anoté:

''Cómo es posible que una verdadera constelación de sensaciones y conversaciones ocurran en mi cabeza sin que nadie lo note. Cuando dicen que estoy loca no se dan la más mínima idea de lo acertados que están''.
[...]
'' ¿Qué hacer con una misma cuando una no sabe qué hacer con una misma? NO SÉ. Como para el examen de hoy, no tengo respuestas…
(había rendido muy mal un examen de finanzas). ‘You must attempt an answer to get a pass’* decía el examen. Y sí, el que no arriesga, no gana''.

Mi mente había empezado a hacer eclosión, el camino de repente ya no se veía tan allanado para quedarme ‘sea como sea’. Empecé a preguntarme por qué quería seguir quedándome y pensé en las chicas, mi familia amiguera: algunas tenían novios irlandeses y pensaban en casarse, otras, las flamantes ítalo-argentinas eran ahora ciudadanas europeas, otra  había estado haciendo un curso de postgrado, e incluso otra era artista, hacía animaciones digitales y se había venido a Dublín con un contrato de trabajo para darle vida a las películas de Disney. Y después estaba yo, como una boya de esas rojas, con forma de rombo gigante, de las que se mecen en el agua con la marea, un poco más allá de la orilla y que parecen no estar atadas a nada, pero que nunca van muy lejos.

Eterno otoño.
...Pero y si me voy de Irlanda... ¿qué hago?

Un día de esos, un post de facebook y un imán que había estado en la puerta de la heladera de mi departamento por casi tres años sin que yo lo notara, respondieron: Australia. Era mayo, entré en la página de home affairs de Australia y descubrí que las Work & Holiday visas se abrían en julio.

A partir de ese momento, me metí como en una puerta giratoria de la indecisión total. Por semanas, dí vueltas en círculos sobre la idea hasta marearme. Cada quince minutos cambiaba de opinión, en el primer cuarto de hora me iba, en el segundo cuarto de hora, me quedaba y así volvía a empezar. Comenté la idea entre las amigas que creía que podrían estar interesadas en hacer las valijas conmigo, pero Australia se veía muy distante en la cabeza de todas ellas.

Un mes después, una mañana de mediados de junio, me bañaba en la ducha del gimnasio. Muchas veces cuando me baño, la mente sale a navegar y se olvida de mí y se me arrugan los dedos. Esa vez, estaba muy consciente de los azulejos negros que revestían el cubículo angosto de la ducha y lejos de dispersarse, la mente me disparó:  ¡Boluda! en ésta estás sola. ¿¿Qué vas a hacer, quedarte en el molde, perder oportunidades porque no tenés con quién?? ANDÁ. En tres años no había considerado ni por un segundo la posibilidad de dejar Irlanda. Ahora, bajo la lluvia de agua caliente, después de un mes de dudas, la estaba dejando. Mientras me ponía la ropa del trabajo en el vestuario, me seguía convenciendo: Qué loco, Dublín es mi casa…. Pero hay que andar mucho, nena, la vida no se vive sola, la tenés que caminar. Fue como si esa ducha hubiera sido un golpe de lucidez, me había armado el plan: iba a volver a Argentina y desde ahí, para Australia. La decisión no volvió a flaquear y ahora la incertidumbre, lejos de presentar un problema, era lo que me movía: otro viaje, quién sabe  a dónde iba a vivir, a quién iba a conocer... si, eso era lo que tenía que hacer.

Poco después, mi tranquilidad tenía forma de pasaje de avión con fecha para volver a casa cuatro o cinco semanas más tarde. Era principios de julio. Un día de esos, caminaba por el centro de Dublín de vuelta a casa, cuando alguien me paró en la calle. Era D., un chico de erres muy irlandesas y algún que otro rulo suelto y presumido. Me había visto pasar y se había acercado a decir hola (¿a plena luz del día, sin alcohol de por medio, será irlandés?). Charlamos, le dí mi teléfono y nos encontramos algunas veces en las semanas que siguieron. La segunda vez que nos vimos, le conté por qué me iba y por qué me quería quedar. Él, sin que se le moviera un pelo, como el que comenta que empezó a llover, opinó que no era justo que me tuviera que ir y recostando la espalda en su silla, me dijo que se casaría conmigo para que pudiera quedarme. Yo me reí del chiste, pero insistió:

''En serio, si es solo un papel, a mí que me cuesta. Me daría una buena anécdota que contarle a mis nietos. Deberías hacerlo, pensalo''. 

Después de una conversación de varios minutos,  le dije que lo pensaría, para que dejara el tema. Los europeos, algunas veces, son más liberales que los latinoamericanos en algunas cosas -y más confiados-, aunque no dejaba de ser curioso que aquella propuesta venga de un irlandés. Sin embargo, era de entendimiento implícito y mutuo que su insistencia no encerraba un halago, sino tal vez lo que parecía un acto desinteresado, por eso lo proponía con tanta soltura y no dejaba de mencionarlo. ''Lo pensaste?'' me preguntaba con seriedad cada vez que lo veía,  ''No seas tonta, te conviene, deberías hacerlo''. Insistió hasta el último día. Nunca supe cuál hubiese sido su reacción si yo hubiera tenido todas esas ganas de quedarme.

Irlanda era mi casa y yo me quería quedar. Pero no estaba en mis cartas, como tampoco lo estaba casarme con un irlandés, por más atractivo que sonara su acento. Así es que llegaron las últimas semanas y empecé a levantar campamento y a despedirme y a cerrar el ciclo de tres años de vida perfectamente feliz.

Desmond, el dueño de mi casa por tres años,  había decidido que no era necesario que pagara el último medio mes de alquiler, era mejor que en ese tiempo armara las valijas y embalara todo sin apuro y sin preocupaciones. Aún así, dos días antes del vuelo, todavía me quedaba un frente de resistencia: seguía siendo incapaz de deshacerme de las cosas que habitaban todos los cajones, rincones, estantes, alacenas y mesitas de la casa y que había acumulado a través de los años. Hasta que mi amiga Wan tomó cartas en el asunto y con total practicidad, lo tiró todo.

Irlanda escapando por el  camino.

Me fui del país en agosto del 2016. Hasta el aeropuerto me acompañó mi amiga Vicky, que se quedaba en Irlanda para siempre, ella que años atrás, antes de llegar por primera vez, ya estaba pensando en volverse a casa. En ocasiones, la vida me hace esas bromas. No voy a inventar que volver a casa haya sido fácil, pero, ¿quién me quitaba lo bailado?. Así se me escapaba Irlanda; aunque capaz, con el segundo empujón que me dí desde que había llegado, la que se escapaba era yo.

Adiós.
Nota: el imán en la puerta de la heladera de la cocina era una imagen de Melbourne.



*''Para aprobar el examen hay que responder todas las preguntas''

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