Por la boca muere el pez: el inglés que me condena

Stop talking, you're freaking me out!’*

Venía de  un veinteañero londinense que se agarraba la cabeza cuando   abrí la boca para responderle una pregunta por sobre el bullicio del bar, al que él había ido a tomarse una pinta, en pleno centro turístico de Dublín. Algo en lo que dije había tomado desprevenida a su compostura inglesa, aunque el motivo de su sorpresa no había sido el qué, sino el cómo.

Rebobino varios años hasta el 2006, a la primera clase de fonética inglesa para las carreras de inglés en la Universidad de La Plata y escucho a la profesora decir water’(‘agua’) sin la /r/ al final. Esto fue de lo más extraño. Poco y nada sabía yo de acentos en esa época y mucho menos de acentos que no ponían las erres al final de las sílabas, como  el que hablaba  no más del 5% de los habitantes de las islas británicas (los  presentadores de TV de la BBC, la reina, los sectores acomodados) y el que se haría el más común a mis oidos.

Un acento no es solo la manera en que se pronuncian las erres, sino la forma y la entonación particular con que se pronuncian todos los sonidos. Un acento es cosa seria. Es una carta de presentación que extendemos ni bien abrimos la boca y empezamos a hablar y también una forma de identificar a los demás. Es fácil ver si el agua de un río corre mansa o apresurada, playa o profunda, turbia o transparente, basta con verla correr. De la misma forma, cualquier caudal de palabras que fluyan de la boca para afuera delata un lugar geográfico, una comunidad, una edad, una clase social, una profesión, y decenas de preferencias de todo tipo. No existe un acento ‘neutro’ y es un desacierto decir que ‘yo no tengo acento’, sería como decir ‘yo no tengo nacionalidad’, ‘no tengo edad’, ‘no tengo amigos’, ‘nunca he visto televisión’ y la lista es interminable. Es imposible ocultarse detrás de nuestro acento -- o quién sabe y, muy por el contrario, un acento sea un gran escondite... 

Cuando me fui de Argentina, me llevé a Irlanda un bagaje de cinco años de lengua y literatura en la universidad. Había atravesado una carrera de punta a punta a fuerza de ensayos sobre literatura, disertaciones sobre análisis del discurso y montañas de bibliografía de filósofos del lenguaje, historiadores, críticos literarios, pedagogos, escritores y demás hierbas, la mayoría en inglés. Al momento de dejar las fotocopias de  Shakespeare en casa y llegar sin escalas a trabajar en un bar irlandés, mi acento decía de mí algo así como que yo me codeaba con Su Majestad la reina, pero había  decidido arremangarme el decoro y bajar de las alturas palaciegas para ir a juntar vasos a Temple Bar.

 El mío era un inglés de té de la tarde en jardín de invierno y desentonaba visiblemente con el inglés directo, desinhibido y rápido que tendría a mi alrededor  por los próximos años. No creo exagerar si digo que no pasó un día en que alguien no haya reaccionado ante mi forma de hablar como reaccioné yo -involuntariamente- ante el desatino de una mujer que me preguntó si podría por favor calentar su pinta de Guinness en el microondas:  ‘WHAT?’

Como si aquello del acento hubiese sido poco, también estaba mi nombre: ‘Queen Victoria, que es de Argentina pero habla como si fuera de Cambridge’. Dijo un día divertido J., un bartender dublinés, imitando un acento que desencajaba graciosamente con el eterno olor a cerveza del bar… el mío. ‘Tu familia también habla así?’ me había preguntado otra vez el manager del bar con genuina curiosidad y cuando le expliqué que no, había insistido: ‘Y en español también hablás así?’ ...así como si estuviera constantemente presentando un documental y me lo supiera todo. Más de una vez escuché de algún irlandés ‘Tu inglés es perfecto, es mejor que el mío’. No era perfecto ni mucho menos, pero para qué molestarse en explicarlo,  si el acento ya había presentado sus credenciales falsas.

A algunos les sonaba bien, a otros, no tanto ('No te preocupes, he escuchado peores') . Yo por mi parte, lejos de despotricar contra la UNLP por haberme heredado un acento presuntuoso, me entretenía: 'You sound like… Harry Potter/ the Queen of England/ Hermione Granger/ you’ve watched Love Actually too many times/ you come from the posh end of London’**.  

Pronto, mi forma de hablar había proyectado la sombra de una personalidad predecible, algo formal, demasiado correcta y, tal vez por eso mismo, poco colorida. Empecé a notar, en eventos sociales, que si cruzaba los límites demarcados por la manera en que hablaba, la gente se mostraba sorprendida: el estereotipo siempre corre con ventaja y llega antes que uno mismo a la mente de las personas.

Pez de aguas sobrias perfectamente desubicado en un mar de cerveza.

Un día, a unos meses de haber empezado a trabajar en el bar, fui a una despedida de soltera que devino en pub crawl con muchos cocktails y  terminó en un boliche. En la pista de baile, una  sudafricana con la que trabajaba, no contuvo el tono agudo de su sorpresa al verme divertida: ‘¡Victoria, quién lo hubiera creído!' le resultaba inesperado que, de todas las personas, tan luego yo le hubiera puesto onda a la noche.

El casamiento que anunciaba aquella despedida llegó poco después. En la fiesta noté miradas de reojo por aquí y allá  y repasé mi atuendo: para nada tan corto ni tan ajustado ni tan revelador como acostumbran las irlandesas. Cuando el alcohol ya le había aflojado la lengua D., otro compañero de trabajo que era de Tipperary, una ciudad al oeste de Dublín, se acercó sin el piadoso filtro de la sobriedad a decirme: ‘Victoria, pensé que eras de las calladas, pero después de hoy sé que sos una cualquiera’. Yo solo había estado bailando, pero tal vez se hubiesen esperado que me presentara en traje sastre y que bailara con menos ganas, o que me hubiera sentado a pasar desapercibida, como una tía abuela de las que te retan si decís malas palabras. Después de todo, eso decía mi acento y ellos, aunque poco me conocían, habían estado escuchándome hablar por los últimos seis meses.

En general, este tema del acento solía tomar desprevenidos a los demás, pero hubo una vez en que la sorprendida fui yo. Una noche, casi al final de una primera cita con un irlandés, caminaba con dicho muchacho a la vera del río Liffey. Habíamos estado charlando por horas y él me había escuchado amablemente, muy entretenido (he de decir que algunas veces, cuando me siento cómoda, hablo por dos, o tal vez por tres). Después de un rato,  se le había antojado:  ‘serías buena oradora’. Una vez más, la leve sorpresa ante esta chica que no paraba de hablar con un acento que desentonaba y hacía sombra: correcta, buena presencia, educada… parca. 

Se había hecho tarde y ahora, como buen irlandés, se mostraba atento acompañándome a casa, mientras seguíamos la charla en tonos amigables y distendidos. Hasta que yo comenté que en Irlanda la gente maldice mucho y, a modo de ejemplo, imité, en mi mejor (peor) acento irlandés, la palabra que era la maldición por excelencia y la única que yo había entendido sin errores al llegar a Dublín. Tuvo el efecto de una palabra mágica. Alto y con brazos de una fuerza nada desestimable, fue como si levantara una pluma cuando, inesperadamente, sin detener la marcha, giró sobre sí y en un solo movimiento me levantó por la cintura, calzando mis dos piernas a ambos lados en su cadera, dejándonos cara a cara, con sus ojos a la altura de los míos.  Se detuvo un instante en lo que la tensión creció levemente, antes de sonreír con la mirada y decir: ‘That was sexy’.  Muy inadvertidamente, al maldecir, yo había puesto el pie al otro lado del cerco invisible que aquel inglés prístino había construído a mi alrededor en las últimas horas de conversación ininterrumpida y al hacerlo, había generado un efecto inesperado.

Con el tiempo y los viajes se cruzan muchos cercos y es imposible conservar un acento impoluto. El mío devino en una especie nueva, cruza con irlandés, británico, australiano, español chileno, español de españa y rastros de lugares en los que ni siquiera he estado. A cambio, aprendí a usar un inglés más distendido y menos acartonado. Ahora ya no hay irlandeses que me levanten a la vera del río, cual escena de cine, pero al menos a todos les resulta más difícil predecir si los voy a someter con anécdotas sobre tardes intrépidas de té con scones  porque, quizás (y solo quizás) ese acento algo entreverado que se escucha ahora tenga algo un poco más interesante que contar.

* '¡Pará de hablar, que me quema la cabeza!'
**‘Hablás como... Harry Potter/ la reina / Hermione Granger/ si hubieras visto 'Realmente amor' demasiadas veces/  si vinieras de la parte cheta de Londres'.

Comentarios

  1. Bueno, si mal no recuerdo, a veces llevabas tu libro de Shakespeare al bar para leer durante tus breaks y preguntabas a tus pobres compañeros qué creían que significaban los versos inentendibles. O sea que no solo el acento te condenaba.
    Con amor, tu tocaya, #keepingitrealsince87

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    1. Jaja eso fue algo azaroso y cuestión de un solo break y de un solo compañero, bastante después de los episodios que cuento y de que pudiera hacer algo para cambiar la fama ya adquirida...

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  2. Me gusta. Cambiamos mientras somos y vivimos mientras nos sacamos las ataduras... Me hace acordar al cuento del Caballero con la armadura oxidada... Soy tu fan!

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    1. Linda! Todas mis anécdotas resumidas en una frase.
      Y me has dado material de lectura, nunca leí el cuento...

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