Primera visita a España, o qué fue de la vida de mis prejuicios

'Que vas a ir a hacer a Madrid, que es una puta mierda, vente a Sevilla'.

Fue la primera apreciación de España que escuché de boca de un español. Venía de F., un Sevillano que había conocido cuando recién llegué a Dublín. Hasta entonces España había estado fuera de mi órbita. Todo lo que yo conocía en aquellos primeros años por el viejo continente, eran los chistes de gallegos que hacemos en Argentina y, si tengo que ser honesta, mi impulso aventurero no forzaba los límites que  imponían mis prejuicios: ¿Qué podía haber en España de interés? ¿No era suficiente con el sacrilegio de los doblajes del cine, el acento a toda zeta, la fama de pocas luces de los Manolos y los Manueles?

En el Abraham House hostel que nos hospedó los primeros meses en Dublín, había superpoblación de españoles y cada día se me hacía imposible tomar en serio a estos chicos que me decían tía, hombre y tronca. Cuando llovía salían con el chubasquero y si se iban de paseo se llevaban un bocadillo para el almuerzo. Cuando volvían del tour, contaban que los cliffs de Moher molaban un pepino, pero hostia, que viento que había hecho. Era como la caricatura del castellano que yo conocía y me resultaba muy cómico.

Cuando ví a F. la primera vez, pensé que era un lindo chico y después lo escuché hablar: ‘Ah... pero es español’.  Aún así, no tenía nada en contra de los españoles, e hicimos buenas migas. Me conoció hecha un espantapájaros con tos, producto de las doce horas diarias que trabajaba y se la pasaba diciéndome ‘Quilla, no puedes trabajáh así [Los andaluces no pronuncian mucho las r finales], te explotan, mira como estáh [ni las s]’. Él se la pasaba frente a la computadora en la cocina del hostel. Había ido a Dublín a estudiar inglés y tenía una novia en Sevilla muy atenta a sus pasos a la que no le contaba de sus nuevas amigas argentinas porque, según él, en España las argentinas tenían fama de come hombres. Para alivio de su novia, F. volvió a casa unas pocas semanas después y no volvimos a verlo.

Dos primaveras más tarde, había hecho planes de ir a ver tenis a Wimbledon, como tradicionalmente hacía mi amiga londinense todos los años para esa época, por su cumpleaños. Yo, que de tenis poco y nada (más nada que poco), me había imaginado viendo jugar a Federer o, al menos, cruzándome con algún actor de cine en las gradas, pero no tuve la chance. Unos días antes de la fecha, la cumpleañera había tenido que cambiar de planes, ya no podía recibirme en su casa y yo, que ya había visitado la ciudad varias veces antes, me quedé sin motivos para volver a ir a Londres. Qué fastidio. Sobre la marcha, cambié el vuelo a Madrid, pensando que el plan era conocer todas las capitales de Europa y que nunca antes había estado en España.

Enseguida recordé aquel amigo andaluz y le escribí. El mensaje fue el típico comentario que hace una cuando conecta a una persona con alguna cosa, aunque la conexión sea estrictamente irrelevante, Como esta vez, porque F. no estaba en Madrid, sino en Sevilla, 500 kilómetros al sur. Me esperaba un ‘Ah, qué bien. No dejes de ver tal y cual cosa’. Sin embargo, me respondió lo que ya se sabe.

Un tanto fuera de tono la apreciación de mi amigo, opinará algún madrileño, aunque eso no me ocupa. Lo cierto es que todos los españoles por igual  son amantes de su país, de sus costumbres, de su comida y tienen ante España la misma actitud que los fanáticos del fútbol tienen ante su cuadro. No hay español viajero que no extrañe lo que ha dejado atrás  y que no sueñe con envejecer en su tierra: en España, sin duda, se vive una vida de calidad’…. Mi amigo F. lejos de ser la excepción, decía que Sevilla era la mejor (la mejóh) ciudad del mundo para vivir, o al menos la mejor de España y mucho mejor que Madrid, claro. Siendo así, insistía en que vaya a verla, aún si sólo disponía de cuatro días.

Yo, que nunca había pisado la península ibérica, no tenía pensado salir de la capital. Seguramente habría allí suficiente para entretenerme un fin de semana, pero terminé haciéndole caso a F. y en la noche del primer dia me tomé el Ave desde la estación de trenes de Atocha en Madrid. Llegué a Sevilla después de la medianoche, y F. estaba esperando en la estación. ‘Ven, que damos una vuelta en coche. ¿Estás muy cansada? te quiero enseñar algo de la ciudad’.

La Giralda, el campanario de la catedral de Sevilla.
En la penumbra de la madrugada, F. insistió en que era buena idea posar para la foto:
 'Anda, ahora que no hay turistas'




Me hospedé en el barrio de Triana, de donde partió Rodrigo, ese que iba en una de las carabelas y que sentenció a toda América al grito de '¡Tierra!’  como  (no) nos contaban en primer grado de la escuela. En la mañana, a poco andar por el mismo barrio, aparecieron rastros de otro hito en la  historia española, que vimos pasando por el callejón de la inquisición, el mismo camino que los reos condenados a muerte hacían desde el castillo San Jorge, como era el protocolo ineludible de los que mataban en nombre de Dios.


El callejón de la piel de gallina.

Atravesamos el río Guadalquivir y caminamos por la ciudad hasta llegar a la catedral y el archivo de Indias, que también vieron desfilar a los desdichados hacia la pira en el siglo XVI. Descubrí que esta ciudad había sido sede no solo de la ira del Señor, sino también de sus negocios (en el archivo de Indias) y de su piedad (en la catedral gótica más grande del mundo con su campanario de 104 metros).


Archivo general de Indias, creado en 1785.
Aquí se centralizó todo el registro administrativo y mercantil de España en relación con los territorios ultramarinos y se conservan 43.000 legajos de 80 millones de hojas.
Tumba de Colón
Sorpresa: no sabía que la tumba de Cristobal Colón estaba en la catedral de Sevilla.
La sostienen figuras representativas de los cuatro reinos de España
 en épocas de colón: Castilla, León, Aragón t Navarra.

Con solo dos días, F. tenía en mente un itinerario ajustado, porque -argumentaba- no podía irme sin ver de cerca lo que hacía de Sevilla la mejor de todas. El chico podría haber estado hablando de su ciudad o de su madre. Recorrimos el Alcázar ese mismo día, que es el palacio real todavía en uso y una amalgama de arte musulmán y cristiano, con cimientos en la edad media. Junto a la catedral y el archivo de Indias, este complejo palaciego es patrimonio de la humanidad. Resultaba -al menos-inesperado haber llegado a este lugar de rebote.

Descanso de un minuto en asiento de cerámica de ocho siglos.
 Real Alcázar de Sevilla.
Absolutamente nada sabía yo de Sevilla antes de llegar, pero poca falta hacía: encontré en mi amigo andaluz un guía turístico de muy buena gana y en Sevilla una ciudad más que interesante, moldeada en forma y espíritu por historias y huellas de un crisol de culturas. El doble desvío fuera de programa, que al principio había parecido una inconveniencia (de Londres a Madrid y de Madrid a Sevilla), ya no se veía tan mal.


El orgullo español de mi guía parecía arder un poco más que los 42 grados de calor de ese junio y seguimos camino en medio del día por las calles desiertas bajo el castigo del sol, casi sin reparo hasta la explanada de la gran  plaza España, sede de la exposición universal de 1929 y más allá.

El calor Andaluz en pleno verano no es nada desdeñable y alcanza fácilmente los 45-50 grados. De eso sabían los habitantes árabes en su día y les agradecí mentalmente cuando F. nos llevó por las calles estrechas del barrio Santa Cruz que, a semejanza de las medinas, fue diseñado así ex profeso, para conservar, en su laberinto de pasillos y esquinas, temperaturas menos hostiles.

Aquel fin de semana también incluyó encuentros con algunos íconos del folclore español como un tablado flamenco y la  anacrónica y bestial plaza de toros. Hice el mayor uso que jamás le había encontrado a un abanico y desayuné pan con tomate, aceite de oliva y jamón ibérico con zumo de naranja.  Me encontré cara a cara, por primera vez, con el encanto espontáneo y desenvuelto de los españoles de por allí.

‘Adiós, blanca flor’ se despidió F. cuando me dejó en la estación de trenes de Sevilla. Aunque no tan blanca: el sol andaluz me había dejado una marca en la piel blanqueada por el clima irlandés y había exorcizado muchos de los prejuicios detrás de los que se me había estado escondiendo España.

En los viajes suelo arriesgar el ridículo de algunas ideas previas con las que salgo y a las que, incluso, les he llegado a guardar cariño. Lo bueno es que saliendo se tienta el aprendizaje de nociones que  -ni sabía- necesitaba aprender. Esos aprendizajes terminan dejando en la viajera la marca indeleble de lo vivido. De paso, se advierte lo obvio: donde hay algo que aprender, también hay una lección de humildad; y la que me tocó a mí esa vez fue, creo, más interesante que la que hubiese aprendido viendo rebotar la pelota fluorescente contra el polvo de ladrillo en Wimbledon.

Comentarios

  1. 👏👏👏 Genial descripción de los prejuicios que tienen los argentinos con respecto a España. España es espectacular. Y los españoles también.

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    1. Totalmente. Además fui confirmando con el tiempo que no todos son 'gallegos' xD

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