Gastados los 20: de Argentina a Australia

A una semana de haber vuelto de Irlanda en agosto del 2016, caminaba por Belgrano en Capital Federal, cerca de las seis de la tarde, buscando la calle Villanueva al 1400. En una mano llevaba un sobre A4 papel madera y en la otra, Google Maps. No importaba cuántos kilómetros hubiera recorrido, jamás me hallaba en Buenos Aires. No me gustaba el ritmo de las calles sofocadas de concreto, ni ver a la gente que las caminaba como autómatas con auriculares, caras de ir apretados en el colectivo y miradas de sálvese quién pueda; no me gustaba la invasión de carteles de propaganda que trepaban ávidamente por todas las terrazas, como si no fueran un penoso exceso de contaminación visual, ni el zumbido incesante del tráfico que marcaba el paso de una ciudad sin tiempo para mirar hacia el costado, por donde pasaba el vecino invisible.  Por allá dí con la calle que buscaba y pensé que daba igual, porque en realidad no estaba ahí para quedarme, sino justamente para poder seguir camino.  Llegué a último momento a la embajada para entregar mi solicitud antes del horario de cierre. A la mañana del día siguiente anunciarían que ya no iban a aceptar más postulantes, por haber rebasado el límite de los 700 cupos ese año. El mío pudo haber sido -literalmente- el último sobre despachado. 

Dos semanas más tarde, un día antes de mi cumpleaños número veintinueve, me llegaría el correo de aviso, y le pegaría el grito a mi madre para que la alcanzase en la cocina: ''Ma, ¡me voy a Australia!''  Y qué alivio me daría escucharme porque, como dije acá, desde que había decidido irme de Irlanda, nunca pensé en un plan B. 

Uno de los propósitos de la vuelta a Argentina había sido ese trámite que me faltaba para seguir viaje. Tan pronto como octubre promediara, otra vez habría vencido al Hamlet del armado de valijas que vive en mi (¡hay que ver lo que me cuesta meter las cosas en la valija!) y tendría todo listo para irme. Habría pasado exactamente dos meses en Argentina, sin más tiempo que para cumplir años. O eso pensaba yo, porque resultó ser que, a los veintinueve, siempre hay tiempo para recibir una dosis de presión social, de esa que se le administra a las personas que pisan los treinta.

En esas semanas mientras esperaba, descubrí que -aparentemente- a la edad que tenía, me faltaba algo más que tan solo el visado. El primer indicio lo tuve cuando visité al kinesiólogo, por una lesión en el isquiotibial que venía arrastrando. En una de las primeras sesiones, yo pedaleaba en una bici fija al fondo de la sala mientras el kinesiólogo, que atiende con su mujer también kinesióloga, le contaba a otros pacientes sobre su  fiesta de casamiento. Deben haber estado hablando de la mesa de los solteros cuando él comentó que su primo de veintinueve años seguía solo. En respuesta, su flamante esposa levantó las cejas y acotó que bueno, con veintinueve años y soltero… todo un tema, se la vería complicada ese hombre. Yo no atiné a darme por aludida ni a meterme en la conversación que tenían a viva voz en la punta opuesta del salón, pero el kinesiólogo, que me había tomado los datos y recordaría mi edad, me lanzó una mirada pícara, típica del argentino al que le tiran un centro y no puede dejarlo pasar. Como yo no dije nada, largó una risa y me espetó con un cantito:

-''¡Ahhhh, mirala como mira para otro laaaaadoooo!''.

Me causó gracia y sorpresa, no menos porque casi no conocía a mi kenesiólogo. Ah, estoy en esa franja ya? pensé. Wow, no me había dado cuenta. Su comentario hubiese quedado en el olvido, de haber sido el único. Esos días también pasé por el oculista y antes de entrar a consulta, la secretaria me hizo varias preguntas de rigor para completar una ficha médica con mis datos. Cuando me preguntó el estado civil, hice una pausa porque pensé single y tuve que detenerme un segundo para que me venga la traducción a la cabeza: soltera. Ante el silencio momentáneo, la mujer se movío visiblemente incómoda en su silla al otro lado del vidrio y anotó ‘soltera’ al tiempo que señaló acusadoramente la pantalla de la computadora, con la palma hacia arriba:

-''Perdoname, no sé por qué tantas preguntas para esto, me falta preguntarte tu religión nomás''.

Me reí sola mientras me sentaba a esperar mi turno, notando que esta visita y la consulta al kinesiólogo, habían instalado un tema en mi mente. 

Hasta ahí, teniendo en cuenta mi edad, parecía haber sido víctima de una dosis normal y suficiente de presión social -yo no acostumbro ir por el camino de los excesos, excepto tal vez si hablamos de manzana con peanut butter-.  Me equivocaba. Unos días más tarde, salí de caminata con un grupo de senderismo que recorrían caminos verdes en los alrededores de Concordia. A  mitad de camino por unos arenales, me alcanzó un señor de unos sesenta y cinco años que yo nunca había visto antes y cuando íbamos a la par, me dijo con una sonrisa:

- ''Si te ilusionaste con encontrar un hombre entre nosotros, lamento informarte que acá estamos todos o muy viejos o muy comprometidos''.

Yo, que aún no me curaba de espanto, me vi sorprendida y le devolví la sonrisa:

- ''Jaja no, en realidad lo que estoy queriendo encontrar es un viaje''.

El hombre se rió, como si festejara un chiste y después de una conversación breve por la que supo que venía de Irlanda y me iba a Australia, apuró el paso. 

Estos episodios me bajaron a una realidad (social e impuesta, pero también incluso biológica) que no había considerado hasta entonces (aunque me sintiera de veinticuatro, sí tenía veintinueve) y de la que no tenía pensado hacerme cargo por el momento (si yo quería tener veinticuatro, iba a tener veinticuatro).

Después de ese último comentario, del que ya tomé nota como sobredosis, me puse a considerar esta idea que tenemos de que una mujer soltera de casi treinta años desea estar en pareja, desea tener hijos, desea tener una casa, solo que aún no lo ha conseguido. Pensé que como muchas veces esto es cierto, en ocasiones, más que un amor, una encuentra depositarios de sus sueños, de sus anhelos, de sus expectativas de vida y se enamora del papel que una persona X cumple en la realización de esos sueños personales, tal vez incluso más de lo que se enamora de la persona en sí. De esa manera, mientras se está en pareja se es feliz en la certeza de haber encontrado terreno fértil para realizarse. A los treinta, me dije,  la necesidad de encontrar a aquel que haga realidad los 'sueños' de ser madre y esposa, es más apremiante para algunes que para otres.

Consideré también los peligros de confundir al amor con la necesidad. Recordé esas novelas baratas que leía de adolescente y como me regodeaba con esos párrafos que me gustaba releer: ''Te necesito'', se decían. ''No puedo vivir sin vos''. Esa me parecía la declaración de amor más entregada y poderosa que alguien podía hacer. La lectura que hacía ahora, sin embargo, azuzada por el poco tacto de un par de desconocidos y ya lejos de mis quince años, era algo distinta:   ''tengo una carencia que necesito que vos suplas, es una cuestión de necesidad. Pero durante la vida voy a necesitar distintas cosas, ya que no soy de piedra y cambio. Tal vez más adelante no necesite lo mismo que ahora si, por ejemplo, ya cumplí mi sueño de ser madre… Tal vez ya no te necesite entonces''. Me dije que, aún habiendo mucha diferencia entre necesitar y amar a alguien, era imposible saber quién encuentra el amor y quién encuentra una pareja/contenedor que pueda albergar y hacer realidad los deseos propios. 

¿Y yo? me pregunté, para responderme la pregunta más o menos implícita que me habían hecho aquellos desconocidos en el consultorio y en la caminata. Yo, en algún momento había bosquejado una lista de ideas raquíticas e incompletas de lo que quería en mi vida antes de cumplir treinta años, como cuento aquí. Pero en general, había andado demasiado ocupada tratando de descubrir cuáles eran los deseos y las aspiraciones que en verdad me movían. De haber sabido con seguridad cuales eran, igual no hubiese sido atinado andar esparciendo esas semillas en terreno ajeno, ni permitir que germinaran en otro que no fuera yo. Me dije: ¡que el universo me guarde y me libre de caer en eso algún día!  porque después, si ese otro dejara de necesitarme a mi y se fuera, se llevaría mi jardín.

Aterrizando en Australia por primera vez.

Olvidé todas esas consideraciones ociosas en lo que lleva darle click a ‘reservar vuelo’, después de recibir el visto bueno para viajar. Sin embargo, volvería a recordarlas más pronto que tarde. Fue a unos días de haber llegado a la tierra de los canguros, cuando me acerqué al banco para abrir una cuenta. Ahí me atendió una señora muy amable que me hizo tomar asiento en su oficina. No recuerdo la primera pregunta que me hizo, pero sí la segunda porque, una vez más, no me la esperaba:

-''¿Ya encontraste a tu hombre alto y esbelto?''.

Ante mi respuesta negativa agrandó la sonrisa conspirativa y achicando los ojos apenas, añadió:

-''¿Pero estás en eso, no?''.

Antes de que me fuera con la cuenta activada, retomó el tema diciendo que además de alto y morocho, estaría bueno que fuera buen bailarín y -entusiasmada- sugirió que le mandara una foto cuando lo ‘encontrara’. Yo no estaba del todo segura, pero me parecía que incluso en tierras lejanas como Australia, todos esos no eran detalles esenciales para abrir una cuenta de banco...

Salí divertida de la oficina hacia la calle soleada y me reí de buena gana cuando encaré Elizabeth Street camino al hostel en el centro de Melbourne, al sureste de Australia, en el tercer continente al que llegaba en la vida, el primero que visitaba sola. De momento yo ya había ‘encontrado’ lo que quería encontrar y el resto,  realmente me parecían detalles nada esenciales.


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