Viaje al mundo de la mente: la tregua es al atardecer

Es medianoche en alguna parte del mundo. En la penumbra de la habitación se filtra un haz de luz a través de las cortinas de la ventana. La quietud de la noche y el murmullo de la respiración acompasada que llega de alguna cama vecina, no predicen sobresaltos. Aunque el aire afuera está cargado, pesa con una humedad pegajosa y el cielo gris-morado pugna por abrirse en un diluvio.

No lo noto aún cuando me meto en la cama, pero mi cuerpo también está cargado. Me acomodo, cierro los ojos y pronto estoy en ese umbral difuso entre el sueño y la vigilia, en que la mente se relaja y se deja ir. Justo antes de quedarme dormida, el cuerpo me desacomoda de un tirón (pasa algunas veces, es el acto reflejo de cuando sentís que te vas a caer de la cama). Por la ventana centellea un relámpago. Me doy vuelta para darle la espalda a la luz y vuelvo a cerrar los ojos. En pocos minutos, otra vez voy cayendo en el sueño, pero no, voy cayendo por una superficie empinada y resbaladiza y mi cuerpo lo vuelve a alertar con un sacudón seco, para que no me duerma, y con el mismo impulso, me hace sentarme en la cama, despabilada. Noto como se me acelera el pulso y la habitación de hostel se hace demasiado estrecha para respirar, necesito salir.

En pijama como estoy, llego al medio del patio, me paro en seco, me llevo una mano de dedos tensos al pecho y miro con urgencia al cielo a punto de estallar (¿por qué siempre se mira al cielo en momentos de confusión enceguecedora?). Lo miro sin verlo, porque debajo de la mano se me constringe el pecho y se me cierra la garganta. Se ha levantado viento y los árboles desprenden remolinos de hojas al aire; mi mente ha entrado en pánico.

Alguien me siguió desde la habitación y ahora me mira preocupado y me pone dos dedos en la base de la garganta. Enseguida desarruga la cara. -Estás bien-, dice finalmente, -no pasa nada, vení, vamos a contar-. -1,2,3,...-, y camino en círculos por el patio minúsculo durante unas dos horas, en plena tormenta, contando.

Hasta ese día, no sabía de las conspiraciones cuerpo-mente que el ajetreo emocional puede llegar a poner en marcha, y las consecuencias me agarraron desprevenidas. Esa noche, me tuve que conformar con la contención del abrazo de quién tenía a mano y una valeriana, para dormir.

Bastante tiempo después, en otras latitudes más sureñas, con algo más de experiencia en repetidos -pero mucho más leves- motines nocturnos, me acosté a dormir temprano, para que terminara un día olvidable. Dí vueltas en la cama hasta enredarme con las sábanas, siempre al borde entre el sueño y la vigilia (o el precipicio). El corazón se me escapaba al galope cada vez que empezaban a pesarme los párpados: la cabeza (esa bicha), decía que era señal de que el cuerpo me estaba dejando a pata.

Ya hacía bastante que me quedaba sin cómplices para pasar los desvelos ocasionales porque mi cuerpo y mi mente, esos dos insurrectos, no eran de confiar. A las dos de la mañana me cansé del complot (solía lograr desbaratarlo en menos tiempo), me daba bronca lamerme las heridas. Con algo de impaciencia, prendí la luz de noche, me senté en la cama y escribí:

Mi cuerpo NO es....
una casa vacía
Llena de rincones solitarios,
Plantas mustias,
polvo,
Vigas endebles y
y piezas en penumbra y desvalía

Cierto,
Afuera el viento no canta dulces melodías,
Aulla, me conmueve en lo profundo,
Me confunde,
Me habla de duras antagonías*.

Qué más da,
Al fin una prueba para esta guarida:
Si en mis raíces no temo ni tiemblo,
Si existo tan esquiva,
si no vibro...
¿Cómo amo y cómo arriesgo en esta vida?
(... y cuanto tiempo más valía estar escondida?)

Allá esos vientos y sus destemplanzas,
Sus látigos de lengua larga,
Sus bramidos de decepción amarga.
¡Que soplen su castigo!
mi desvelo no es necio mendigo
Y a la tempestad no hace alabanzas.

Aunque es fuerte la embestida,
este temporal es pasajero,
En la vida también hay malas partidas
De remolinos y atolladeros.

Después, más tranquila, apagué la luz y me dormí.

Esos episodios se desencadenaban (según yo entendía) como consecuencia de altibajos  nada extraordinarios, pero sí pobremente asimilados. Empecé a identificar algunas actividades que ayudaban a mitigarlos, y escribir era una de ellas. Como si se se tratara de un exorcismo, anotaba de todo: sentimientos, sensaciones, reflexiones, opiniones, impresiones, desencantos, risas y culpas; mis peores caras, mis mejores días; los halagos, los olvidos, los desvelos, los silencios… hasta que me dí cuenta que era eso; mi mente se encrespaba como un gato ante el silencio de lo que se presentaba esquivo y por eso no podía poner en palabras claras, porque no lo entendía, o no lo aceptaba, porque lo ignoraba, o porque lo reprimía, o simplemente porque no lo podía controlar. Todo un mundo inquietante ese del silencio, me desvelaba,  necesitaba llenar los huecos de alguna manera (¡la cantidad de cartas y notas sin destinatario que escribía para no mandar, sino solo para deshacerme del silencio!).

Después noté que tal vez debía aprender a convivir con algunos de esos silencios así como se presentaban. Descubrí que para eso tenía que aprender a mantenerme ecuánime y que esto era inmensamente más difícil que escribir, porque requería de mucha más fuerza de voluntad y práctica que agarrar una birome y abandonarse al fluir de la conciencia. Aunque lo de la ecuanimidad en la práctica se resumía cortito y al pie: OK, existe, me afecta, pero va a pasar, todo pasa en esta vida - y no, no te estás desvaneciendo, te estás durmiendo, no seas dramática, respirá-.

Cuando me cansaba de todo y de hacerme la superada, me llevaba los silencios a dar una vuelta y los soltaba un rato en la playa, al atardecer. Me descalzaba, enterraba los pies en la arena mojada y después caminaba por la orilla. El vaivén de las olas a esa hora del día, el color plata del agua y las acuarelas del cielo te hacen conectar mucho más con tu lado positivo y la hora del crepúsculo es la hora de la tregua en que nada te toca ni te hace mal.


Playa de Palm Cove al atardecer, noreste de Australia.

La mente tiene formas inesperadas de manifestarse y medir las zozobras. Algunas veces muestra su lado más artero y hay que elegir con cuidado cuando hacerle caso. Entre tácticas y estrategias, fui domando desvelos, pero tarde o temprano se comprende que la cabeza no toma vacaciones porque ande de trotamundos y, crucialmente, que los silencios a que una teme (o los 'huequitos', como los llama mi amiga psicóloga) no se llenan metiendo ropa en la mochila y recorriendo miles de kilómetros, porque el aprender a manejarlos,  es un viaje  que no te lleva por el mundo, sino para adentro. Las reglas de ese viaje son otras, porque ahí dentro no hay GPS que valga, y hay que aprender a crear mapa de ruta propio y  hay que aprender a arreglárselas sola.



*Puede que haya inventado esta palabra... 






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