Copenhagen: pasar calor en pleno invierno

(Como la recuerdo desde el desvarío del calor concordiense.)


De chica, alguna vez, me mandaron a buscar alguna cosa a la cámara de frío  que había en el fondo de la heladería 'Antártida' de mi abuelo materno. Esta cámara era de grande como una habitación, blanca por fuera, gris por dentro y esola  hacía aún más fría. El vapor en el aire que se veía al entrar, me hacía pensar que así sería la Antártida. La puerta era pesada, se abría despacio, con un chirrido y yo siempre temía que se me cerrase mientras estaba adentro;  las paredes eran gruesas y toda la cámara zumbaba con el leve temblor del motor que la mantenía fría.  Quién me iba a escuchar pedir ayuda desde afuera? ¿Cuánto frío podía llegar a pasar ahí dentro? ¿Me congelaría?.

Unos buenos veinte años más tarde, a principios del 2016, visité, en pleno crudo y cruel invierno, el punto más septentrional de este planeta en el que he estado: Copenhague. Ahí supe cómo hubiese sido haberme quedado encerrada en aquella cámara por dos días, o al menos eso me pareció. Lo evidencia la postal de comentarios desapacibles con mis impresiones de la ciudad, que escribí a las apuradas, como si de terminar de escribirla hubiese dependido mi salida de la cámara gélida que fue esa ciudad para mí:

''El frío que hace en esta ciudad a fines de febrero, cala los huesos. Linda, fea, mas o menos… mucho no te podría decir, así de despiadado fue el clima, que me congeló el discernimiento.

Es la ciudad de las bicis. Hay tantas bicisendas como calles, tantas o más que en Amsterdam, tan ecofriendly que son estos vikingos. Se ven cientas de bicis amontonadas en cada parada, ¡andá a encontrar la tuya! Yo había visto a W. [mi amiga que vivía allí esos días] atar su bici, pero igual me sorprendió que, más tarde, sepa exactamente dónde la había dejado y vaya directo. Me hizo acordar al pingüino emperador que, volviendo del mar en la Antártida, es capaz de reconocer a su cría en una colonia de cientos de miles de polluelos.

Era mitad de semana y el centro se veía vacío a las 9 P.M. La calle desierta. W. dice que las salidas son más para el fin de semana aquí, no como en Dublín, pero no ví muchos bares, para mí que los corre el frío.

El idioma, pfff jeroglífico nórdico. Los daneses son todos súper responsables, organizados, educados… de molde (tal vez de molde de freezer). 

Vimos la estatua de la sirenita y paseamos por el barrio de Christiania, que es como una villa hippie en donde fuman como locos. Hicimos el Walking tour de tres horas y a la tercera hora se me entumecía el cerebro. El palacio, el ayuntamiento, el mar… una iglesia salvadora para calentar el alma congelada, unos chocolates calientes que hubiese pagado con la vida, unas botellas de vino; Tinder, que no funcionó, porque no hubiese sido capaz de dejar el hostel una vez que habíamos vuelto a la tardecita.''

Dicen que estos países que viven bajo el yugo de los inviernos severos, donde hasta el sol es tímido, tienen altos porcentajes de depresión. De muestra sobra un botón: yo me llevé de souvenir una postal mala onda.

No mencioné en la postal que la estatua de la sirenita es un tributo al autor de ese cuento infantil (y del Patito Feo, Pulgarcito, El Soldadito de Plomo, entre otros), el danés Hans Christian Andersen, ni que cuando me fui a sacar la foto con la sirenita, me bajé la bufanda que llevaba tipo pasamontañas y tenía toda la pinta de un payaso escarchado, con la cara manchada con el lápiz de labio rojo, por el roce con la tela, porque el maquillaje y yo no nos llevamos del todo bien y porque ya no sabía como taparme cada centímetro de piel. Tampoco me detuve a explicar que el barrio muy particular de Chrisitiania creció en terrenos tomados y que, en realidad, no sé si es que allí ‘fuman como locos’, sino que sus habitantes tienen una actitud bastante liberal (y, al parecer, también despreocupada) en relación a la marihuana que consumen y venden, casi abiertamente sin interferencia de la policía. Se me pasó también, que la iglesia a la que entramos escapando de la inclemencia del frío callejero, era la iglesia de mármol, un templo luterano del siglo XVIII y punto turístico, pero que no llegué a apreciar más que como el náufrago a la orilla, y que Dinamarca es una monarquía parlamentaria, la más antigua del mundo. Además, hay en Copenhague no uno, sino un puñado de palacios, de los cuales recuerdo distintivamente el de Amalienborg, la residencia de la familia real, en donde se me empezó a dificultar seguir el hilo del relato del guía turístico.



La sirenita.


Canal de Nyhavn en el centro de Copenhague.

W. y su bici.
Paseando por el parque Kongens Have,
 patio trasero del palacio de Rosenborg. 


La ciudad merecía ser recordada con más ánimo que en la postal, pero la cosa era seria. El segundo día, ante el hastío de tanto frío que me mordía los pies y me entorpecía los músculos de la cara y las manos, dejé a mis amigas deambulando por la ciudad y a las dos de la tarde desanduve, con urgencia, el camino hasta el hostel. Fui directo a la habitación, me saqué todas las capas inútiles de ropa (que lejos de aislar el frío lo conservaban), me metí bajo las mantas de mi cama y dormí horas en lo más cerca a la hibernación que estuve en toda mi vida.



La iglesia de mármol en el  fondo.
 Escaparía después de esta foto.


Cuando me desperté, me dí cuenta que de tres días y dos noches en Copenhague, había pasado una tarde durmiendo la siesta, pero mis pies estaban calentitos y sentía la nariz, así que poco me preocupé. Me vestí y salí al encuentro de mis mexicanas, las chicas con las que había viajado. Estaban en el Hard Rock Cafe, aprovechando la Happy Hour y refugiándose del frío. Ni bien llegué, pedimos una ronda de cocktails colorinches, de esos que, a falta de decencia, ostentan color y textura y bombillas psicodélicas. En eso estábamos, cuando notamos una pareja que llegó y se acodó en la barra, a algunos metros de nuestra mesa. 

Él era un cincuentón de traje sobrio y canas bien peinadas, un oficinista o un empresario; ella una chica joven de cara redondeada y rasgos suaves cual princesa nórdica de Disney. Llevaba un vestido rojo entallado que combinaba con tacos altos: desentonaba perceptiblemente con el lugar y con su compañero.  El hombre nos daba la espalda, que encorbaba levemente sobre la barra, con los dos brazos apoyados a los lados de su trago. Ella, en cambio, estaba parada de lado mirándolo, hablaba cerca de su oído y se reía con una risita que no llegaba hasta nuestra mesa. Con una mano se apoyaba en la barra y con la otra se despejaba, hacia la espalda, la cortina de pelo rubio larguísimo. 

Ese panorama suscitó la curiosidad en nuestra mesa, y ya se sabe que la curiosidad latina no se caracteriza por ser disimulada. Intercambiamos opiniones de lo que creíamos que ahí sucedía, y entiendo que fuimos muy aparentes. Inesperadamente, la chica dejó al hombre en la barra y se acercó a nuestra mesa. Nos saludó con una sonrisa y, en perfecto inglés, con perfectos modales, nos preguntó si estábamos de visita, de dónde éramos, si estábamos disfrutando Copenhague, cuanto tiempo nos quedaríamos. Ante la pregunta, dijo que ella era local. En tono agradable nos deseó una buena estadía y volvió a la barra. Nosotras volvimos a intercambiar miradas, esta vez de sorpresa e incomodidad ante tanto descaro.... Un rato más tarde, cuando estaban de salida, ella levantó la mano en gesto de saludo, con una sonrisa: ‘Bye, ladies!’. A ninguna de las tres alguna vez nos habían reprendido de forma tan amable, terminante y efectiva. Había sido la única manera posible, sino menos esperada, de pasar calor en Dinamarca, en pleno febrero.

Fue el último invierno que vería en tres años, y hasta hoy nunca he vuelto a pasar semejante frío, ni a dejar que mi curiosidad meta tanto las narices donde no la llaman. No sé, quién sabe, capaz son los malos hábitos hacia los que gravito en el maldito invierno.... No lo dudo cuando digo que me quedo con los 42 grados que hacen en mi tierra mientras escribo.

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