De Europa a Australia: viajar sola

un día en tercer año de la facultad, en una clase de cultura y civilización inglesa la profesora, hablando sobre egresarse de la universidad nos dijo: - ''Chicos, disfruten de ese momento, que después en la vida los logros son de a dos, de a tres, de a muchos... pero esto es suyo, su esfuerzo es personal y es único''.

Varios años y muchos kilómetros más tarde, me acuerdo de esa profesora y pienso que tal vez el logro más grande y el  esfuerzo más fuera de serie del que he sido capaz, no ha sido el título de Profesora en lengua y literatura inglesa, sino el ser y seguir siendo artífice de mí misma, para lo que no me dieron pautas en la facultad. Se me ocurre esto y me acuerdo de mil cosas a la vez de los últimos años y asiento con la cabeza; porque sí, hay que aprender a ser buena arquitecta de los momentos.

En el primer año fuera de casa, justo después de cumplir los veintiséis en un mes de verano (cumplo en agosto, era mi primer año en Europa), me fui unos días a Mallorca. Era mi segundo viaje en lo que iba del año y el primero que hacía sola en la vida. Lo del trabajo en el bar me estaba funcionando y bastaba reservarse los días libres con tiempo para poder hacerse una escapada de fin de semana.

Recuerdo el agua turquesa que vi por la ventanilla y la tensión por la turbulencia del aterrizaje. El aeropuerto de Mallorca es pequeño y en  inmigraciones alguien me hizo esperar a un costado hasta que pasaran todos los europeos.
- ''¿De dónde vienes? ¿Sabes que para entrar necesitas una carta de invitación? o reserva de hotel y evidencia de fondos''. Me dijo del otro lado del mostrador el agente con el asomo de una sonrisa, cuando se hizo evidente que yo no tenía ninguna de esas.
- ''¿Qué? ¿¿No puedo pasar?? ¡vengo cuatro días a la playa!'' Le dije, incrédula.
De tanto en tanto, los de inmigración se aburren del flujo monótono de pasajeros con pasaporte y cara de que no van a proponer ninguna variante y eso los hace sentirse un poco inútiles, entonces hacen abuso de su autoridad, para entretenerse un poco. Algunas veces, como esta, resulta anecdótico, algunas otras veces resulta un dolor de cabeza.
- ''¿Quién te busca?'' Y, sellándome el pasaporte, me dijo que lo tenga en cuenta para la próxima.

Me buscaban unos amigos de mi padre, que a último momento habían recibido la visita de sus hijos y ya no les sobraba una cama en su casa, así que me habían reservado un hotel a una cuadra de la playa en Can Picafort, que quedaba al otro lado de la isla. De ese lado veranean los alemanes y en los hoteles los empleados hablan en alemán y los carteles de ''Precaución, piso mojado'' y  ''Ascensor fuera de servicio'' están en alemán.

 Me tocó una habitación mini, con balcón y vista al mar. Un hotel era más de lo que yo normalmente hubiese pagado de alojamiento, pero éste tenía el desayuno y la cena incluidos, así que ahí andaba yo, rodeada de alemanes en chancletas y piernas blancas, sentándome sola a la mesa. Esto me resultaba incómodo, no estaba acostumbrada, para mí era algo que se compartía. Me persiguió un poco ese enjambre de pensamientos los cuatro días mientras vi la isla.

Las playas, playitas y calas de Mallorca son de aguas transparentes y arena súper blanca, es el Brasil de esos alemanes de patas blancas y de otros europeos de climas destemplados. Palma de Mallorca es bonita, sobre todo la parte vieja que, como otras ciudades del sur de España, tiene el encanto del misterio y la riqueza de un mundo desconocido (al menos para mí) que han dejado los moros tras de sí en el alcázar (el castillo fortificado y amurallado) y en las callejuelas laberínticas, reminiscentes de alguna medina en la que nunca he estado.

Cuando volví a Dublín, anoté que la isla es algo agreste, que llueve poco, que caminé entre higueras y almendros en una parte a la que no llegan los turistas de las chancletas. También anoté, no sin algún dejo de aprensión:

'La playa, hermosa, pero una tiene mucho tiempo para recordar que está sola. No es lo más disfrutable, sobre todo cuando no se está en la playa -ahí sí que no se necesita a nadie-. Lo malo de viajar sola es que no es tan fácil entablar conversaciones con gente nueva y me aíslo un poco. Aunque tal vez un hostel sería mejor ambiente para eso.'

Viajar sola claramente no era lo mío, me decía. Salir a comer, a caminar, sentarme a tomar un café, contemplar un paisaje nuevo, no eran cosas que me hacían gracia vivir sin compañía. No sabía cómo, nunca lo había hecho. Siempre había tenido una hermana, un papá, un novio, una amiga, un otro. Viajar sin compartirlo era sacarle gran parte del atractivo al viaje, en Mallorca lo había comprobado. Lo que no me decía, era que no sabía qué hacer conmigo misma en esos momentos.  Una vez  fui sola al cine en Dublín a ver The Lobster, una distopía rara en la que la gente se convertía en animales si no encontraba pareja. Llegué tarde y cuando entré, la película ya había empezado sin nadie, fui la única espectadora en la sala de principio a fin, me sentí  un poco lastimosa.  La película terminaba con el personaje de Collin Farrel apuñalándose los ojos... no fue buena práctica.

Con el paso del tiempo, en algunos días de viaje estuve sola otra vez, es lo que hace la vida del trabajo y de los amigos en hospitality. De esa forma y sin darme cuenta, empecé a coleccionar momentos.  Fue un trabajo de hormiga y no todas las veces los reconocía. Pero fue esa colección, que al final de tres años en Irlanda, me daría otro bendito empujón. Los momentos de los que hablo eran pequeñeces que fui guardando en bolsillitos del alma, donde van los souvenirs que solo yo puedo apreciar, porque nadie más ha estado ahí para vivirlos y porque para cualquier otra persona serían increíblemente olvidables, en vez de lo que fueron para mí: buenas migas conmigo misma y retazos de  valor y confianza que, medio inadvertidamente, iba juntando.

Como una vez en Roma que caminaba sola, sin saber a dónde iba porque mi compañera de viaje se había vuelto a casa ese día. Alguien me paró para pedirme indicaciones y no supe ubicarlo (obvio). Me preguntó mi nombre y cuando se lo dije me miró sorprendido: - ''Why do you say it in Spanish?'' es que había asumido que yo era inglesa, como pasaba a menudo en esa época que hacía poco había salido de las fauces de la UNLP. Él se llamaba Alino y era canadiense, también andaba solo y sin rumbo y acepté su invitación de ir a tomar algo porque no se me ocurrió una excusa válida (esa mente de argentina cerrada...). Lo llevé a un café en la terraza del monumento a Vittorio Emanuele en el centro de Roma en la que él no había estado. Yo tomé un café, él almorzó, me contó de su vida de actor principiante, pagó la cuenta, lo acompañé a su parada de metro, nos despedimos y nunca más lo volví a ver. O como el helado de pistacchio con chocolate que me tomé sola en la segunda visita que le hice a Firenze cuando quise ir a averiguar algo de aquel antepasado italiano del que al final nunca supe nada. O como los gnocci que almorcé en Pisa en una mesa para uno, cuando fui a ver a los turistas sacarse esas fotos ridículas como empujando la torre y cargándola en la espalda. O como la vez que mi amiga en Londres no me podía hospedar en su casa y cambié pasaje sobre la marcha para ir sola a España porque nunca había estado y morí de calor en el verano madrileño y me senté sola en alguna barra ('que te tomas, que te pongo una tapa'). Así de a poquito me fui convirtiendo en amiga de mí misma. Le fui tomando confianza a mi habilidad de soltarle la mano a todos y salir tranquila de que si me encontraba sola no me aislaba, me hacía compañía.

Así y todo, antes de irme de Irlanda, viajar sola seguía siendo un cuco; pero ya se sabe, hace falta una vida para aprender a vivirla. El cómo llegué a irme para seguir viajando y en qué circunstancias, es otra historia. Ahora sólo diré que, al final, seguí viaje y se pasó el tiempo y llegó el punto en que me encontré por segunda vez en Melbourne, Australia y que en esta segunda vuelta en la ciudad del sureste australiano pasé mucho tiempo sola.

Era el final del 2017, que fue un año muy movido, de mucho desplazamiento físico y mental. Había estado en Europa, en Asia, en Oceanía; había estado en rincones muy conocidos y desconocidos del mundo y de mi mente. Se me habían volado los pájaros todos juntos y en vez de volverme a casa, me volví a Australia. Y volví al mismo hostel, al mismo trabajo, al mismo gimnasio que había dejado hacía poco menos de un año y que eran certezas tangibles en las que me instalé rápidamente.

Era verdad que el hostel es ideal para conocer gente, pero yo esa vez, por decisión propia y porque mi cabeza no era un lugar apacible, me replegué como el bicho bolita que se cierra sobre sí mismo  cuando lo tocás.  Se me fue al menos un mes viendo miles de caras en el hostel, en el cocktail bar de la terraza del hotel en donde trabajaba, como si hubiesen sido sombras en las que no me interesaba detenerme, excepto tal vez en la de algunos amigos que había conocido en otra época y que todavía estaban en Melbourne. En esos días, recuerdo haber hojeado en mi mente todas las caras conocidas que significaban algo para mí, buscando alguna que pudiera traer alivio, que pudiera sacarme del bucle en el que me había metido, o al menos entenderlo. No encontré ninguna. Hasta que me di cuenta de que había una y era la cara de ''me pasó un tsunami y una manada de brontosaurios por encima'' que veía en el espejo cada mañana cuando me lavaba los dientes.

Empecé a verme saliendo a caminar, a ver ferias de verano, a la playa  del barrio de St. Kilda a ver cómo se hacía windsurf, a leer y a enterrar los pies descalzos en la arena, a pasear por la vera del río Yarra escuchando música y viendo gente en el movimiento de los típicos bares y restaurantes del Southbank de una ciudad sofisticada y cosmopolita, a sentarme en el pasto del jardín botánico a escribir y, por primera vez, a intentar meditar. Entablé conmigo misma un diálogo implícito en el que me decía, por medio de esos días en que contaba con mi propia compañía, que iba a andar bien. Y fíjense que, a paso de tortuga jubilada, la cosa fue tomando forma en el 2018 que siguió. Ahora me acuerdo y se me arruga un poco el alma, pero saqué de esa experiencia que no aislarse de una misma es tan importante como no aislarse de los demás.

Tiempo después, fui a Granada en España, a ver la Alhambra, que siempre había querido ver. Recorrí esta joya del arte musulmán como quien camina maravillada dentro de un horno por seis horas en pleno verano europeo. También fui a unos baños árabes increíbles y volví a recorrer callejuelas laberínticas e imperdibles, esta vez del barrio El Albaicín, ahí en Granada. Me sentí feliz. Había estado aprendiendo a darme tiempo a mí misma, a disfrutar con intensidad algunos de los momentos en que aquella Victoria había sentido que estaba sola.

La última tarde, vi la Alhambra en perspectiva contra la puesta de sol cuando iba  camino a una cueva flamenca: una postal.  Me vi de repente a mí misma ahí, en ese lugar, y me paré un momento y pensé (como alguien me dijo una vez) ''mirá a donde te trajiste'' y me sonreí como una tonta, satisfecha. Es verdad, alguna nube todavía me perseguía como un perrito de nadie en esos días,  pero aún así escribí en mi diario de viaje: 'Siempre termino llevándome por buen camino'.


La postal.
Granada al atardecer, con La Alhambra, que la custodia desde la colina, al otro lado del río Darro.


Hay belleza en el encuentro con una misma. Además del título universitario, ir allanando el camino hacia ese encuentro también es un logro único y algunas veces -en algunos tramos- es un viaje en solitario y, chicos... hay que hacerlo.



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