Home sweet hostel: la vida en un albergue

''Al entrar en una habitación nueva una tiene que hacer su cama con las sábanas que se entregan en recepción. El juego de sábanas tiene una funda del tamaño de la cama y cuando presté atención, ví que Wan y Vicky la usaban como sábana para taparse, que una sueca se había metido adentro de la funda y dormía boca arriba de brazos cruzados, cual momia; y  que la yanqui se la había puesto al cubrecama. Aprendí que aquí los cubrecamas  son como nuestros almohadones: tienen fundas... entonces tuve que sacársela al colchón para darle su uso correcto''.

Por alguna razón que mi trayectoria de escolta de la bandera Argentina nunca hubiese delatado, así empezaba mi vida de hostel en Dublín, según yo misma me encargué de tomar nota en mi diario. Con el tiempo sobreviví porque me avispé un poco más. Un hostel es un mundo, como las familias. En general, si te quedás el tiempo suficiente, la vida cotidiana da mucha tela para cortar. Cada hostel tiene sus reglas, sus espacios comunes, sus rincones ciegos a los que no llegan las cámaras de seguridad y su fauna de viajeros.

Los huéspedes son los que más dan que hablar, claro. Están los que van de paso solo unos días y no se mezclan; los que se quedan una semana y llegan a demorarse en las áreas comunes para hacer sociales y los que acampan en las habitaciones, conocen por nombre a todos los miembros del staff incluídos los de la limpieza y bajan  en piyama a la hora del desayuno. En el hostel nunca se está sola -aunque no quieras, siempre hay alguien de la familia que se acerca durante el día. Así, el que no habla inglés empieza a entenderlo, el que no conoce a nadie hace amigos, al que le cuesta hacer migas con desconocidos se cura de espanto. Si viajar es un estadio informal del proceso de educación de las personas, la vida en el hostel es una de las materias.

Es que el hostel da para mucho, algunas veces para todo. Nunca ha estado en uno de estos albergues para viajeros el que no haya escuchado (si con suerte no visto) al vecino pasarla bien con alguien que no tiene cama en la habitación; el que no se haya desvelado a las cinco de la mañana, por cortesía del que arma la valija y estruja bolsas de plástico en el proceso; el que no haya ''perdido'' algo de comida en las heladeras comunitarias; el que no haya mal dicho en su mente cuando al llegar, todas las camas de abajo estaban ocupadas (suerte el de aquel que en un hostel no se haya encontrado con cuchetas), el que no se haya bañado de hojotas; el que no haya ido de pub crawl con un grupo de desconocidos.... En mi caso, cuando dejé el hostel de Dublín después de dos meses, me prometí nunca más pisar uno, ¡qué sabía de la vida! desde entonces he pasado más de 365 días en hostels de por aquí y allá. De no haberlo hecho así, me hubiese perdido de conocer a tanta gente...

Cómo olvidar a los personajes entranables que se cruzan por los pasillos y las habitaciones de estos pequeños grandes mundos hosteleros, como ese surfer alemán (un 'romántico'), que escribió una esquela en castellano argentino y me la dejó sobre la cama: ''esta re mierda de dormir solo, ¿querés dormir conmigo?'' (con flecha hacia su cama); o los que viven en su propio mundo paralelo de reglas y hábitos, como la señora que parecía la directora de la escuela de la película Matilda y hacía guardia para que nadie abra la ventana de la habitación minúscula, después de que comiera su perfumado sandwich de mortadela sentada en la cama; o aquel cincuentón desgreñado y taciturno en Melbourne, que parecía tener una sola muda de ropa, no comunicarse ni con su sombra y pasarse la vida entre calentar fideos de sobre en la cocina (cepillo de diente en mano) y sentarse en la computadora comunal, encorbado e inmóvil, detrás de unos anteojos como lupas y delante de una pantalla blanca con lo que parecían textos cifrados en chino; o incluso aquel australiano histriónico con aspiraciones de actor que vivía en el hostel por amor al arte, porque era local. Él nos invitaba todos los martes a ver episodios de Cita a ciegas Australia, un programa que lo convocó tres veces para que haga el ridículo llamando a su madre desde el baño del restaurant, en donde tenía las citas, para pedirle consejos, todo en televisión abierta.

En la rutina hostelera está siempre latente la posibilidad de que surgan contingencias desopilantes que dependen de la población viajera en constante recambio. Una de las anécdotas más bizarras que recuerdo, sin embargo, no la protagonizó ninguno de esos personajes, ni los demás que olvido. Un par de semanas después de haber llegado a Dublín, nos seguíamos cambiando forzosamente de habitación cada siete días y pasamos por habitaciones mixtas, de mujeres, de cuatro, de seis, de veinte, hasta que llegamos a la habitación 54, que pudo haber sido de seis.

El check in era a las dos de la tarde y cuando entramos con las valijas, había alguien durmiendo en una de las camas de abajo. Estaba tapada hasta la cabeza y sólo se le veía el pelo. Las habitaciones de hostel tienden a ser reducidas cuando son de pocas personas y no se puede maniobrar mucho: entramos haciendo el menor ruido posible, susurrando. Acomodamos, en cámara lenta para no molestar, las valijas debajo de la cama, colgamos los abrigos, dejamos las sábanas... cuando me saqué de encima todo el peso que había traído desde Argentina y arrastraba, cada siente días, escaleras arriba, noté que el pelo de la que dormía como si fueran las cuatro de la mañana siendo las dos de la tarde, era extraño, entonces dije: -"Chicas, eso es una peluca". Si alguien hubiese entrado en la habitación en ese momento nos hubiese encontrado inclinadas sobre la cama, tratando de decidir si nuestra compañera de pieza respiraba. Las chicas no estaban convencidas, creían que era una persona y respetuosamente siguieron hablando en susurros. A mi me pareció que a la peluca le daría lo mismo si perturbábamos la paz de la siesta o no, así que dejé de prestarle atención.

 Esa noche nadie entró a la habitación, aunque debajo de una de las camas había algo que se parecía a una carpa y el pelo, que era rojo, seguía en la misma posición en que lo habíamos encontrado. Al día siguiente todo seguía igual y las chicas ya se habían convencido de que, efectivamente, eso no era pelo de verdad. Así y todo, nadie se animó a tocar la cama y llamamos a recepción. El recepcionista también dudó unos segundos antes de levantar el cubrecamas; de haber sido una persona, era preocupante que no se haya despertado después de un día y medio de sueño. Pero la bella durmiente resultó estar hecha de varias almohadas y dos pelucas. El chico, que antes de develar el misterio no esbozaba media sonrisa, después quiso hacerme una referencia desafortunada a una película de terror que le recordaba la situación, pero yo no miro películas de terror y a nosotras nos quedaban noches en esa habitación. Después supimos que alguien había pagado la reserva de esa cama, pero no había aparecido por el hostel.


La peluca.
Una vez que alguien se animó a sacarla de la cama no parecía que la hubiesemos
 podido confundir con pelo real.


Tales son los días de compartir con ajenos y desconocidos como si fueran propios, así como lo he visto yo. La supervivencia en este ecosistema depende de  la capacidad de hacer sociales,  de la paciencia, de la habilidad para adaptarse a lo diferente, del humor y del nivel de control freak  de cada una.

Comentarios

  1. La calentura cuando te afanan la comida de la heladeraaaa! Mi queso Philadelphia 😱

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