Un día en Cambridge: El Cronófago

'Cinco minutos bastan para soñar toda una vida, así de relativo es el tiempo’.
Mario Benedetti.


En cuarenta y cinco minutos desde la estación de King’s Cross en Londres (incluyendo los quince minutos que se tarda en encontrar la plataforma 9 ¾, hacer cola y sacarse la foto) y por la exorbitante suma de  £26, estás en Cambridge.

Esta ciudad se parece mucho al acento con que hablan sus habitantes: se ve llena de historia y es antigua, pero está conservada al detalle, tiene una compostura y una elegancia que le da un cierto aire de superioridad y causa respeto, pero impone distancia, de tal manera que una siente que mira desde el otro lado de la vidriera algo que nunca va a poder comprar (una plaza en la universidad, una habitación en el campus, un curso de postgrado, la posibilidad de pasar siquiera una temporada en este lugar).

El césped de los espacios verdes en los edificios de la universidad e incluso en los márgenes del río Cam que separa, serpenteante, las distintas áreas de la casa de estudio, evidencian una manicura mucho más dedicada y prolija que la que yo me pude haber hecho alguna vez. Los puentes arqueados  y los jardines floreados de dominio público son dignos de un set de filmación en los que se rueda alguna película de tardes apacibles y personajes aplacados. Irrumpe en la cara grácil de esta ciudad inglesa, sólo el rojo carmesí de los ramilletes de flores que crecen profusamente en los canteros.

Al llegar, caminé por calles de grava, escuchando todos mis pasos. Era época de exámenes, las entradas a los edificios de la universidad estaban acordonadas, la ciudad estaba en silencio. Asomé la nariz por encima de los cordones y los carteles de ‘exams in progress’ para ver los patios internos y las galerías en U con esas ventanas de arcos que en mi mente eran las del mundo mágico de Harry Potter. No interrumpía la calma de esas galerías ni siquiera el murmullo de unos pasos y me imaginé a los alumnos sentados en fila en aulas de techo alto, inclinados sobre sus bancos con el ceño fruncido sólo reconociendo, en ese segundo, la existencia del papel delante de sus ojos.

Pleno junio en Cambridge.
Detrás del cordón en uno de los edificios de la universidad donde se tomaba exámen.


La ciudad no es grande, una se deja llevar por las calles y en poco tiempo llega al río Cam, donde se ofrecen paseos en Punt, unos botes parecidos a las góndolas venecianas. El punting es una actividad turística por excelencia en Cambridge y se puede hacer el paseo con un guía, cosa de empaparse un poco de la historia de la ciudad y la universidad, o se puede alquilar un punt sin guía ni timonel, cosa de empaparse de transpiración tratando de impulsarlo sin caerse, chocar contra las paredes de las casas que bordean el río o colisionar contra otros punts.

Yo tiendo, algunas veces, a obviar las actividades que me parecen escandalosamente turísticas, pero esta vez fue acertado no obviar el paseo por el río. El guía que impulsaba el bote nos contó anécdotas de la universidad y sus alumnos, como Isaac Newton y Stephen Hawking. 

Los que pensaron que esto del punting era fácil.

Los que optamos por el guía.


Después del paseo en bote no llegué a caminar mucho más antes de, con el próximo tour.

No suelo armar programa de visita previo en mis paseos y esta no era la excepción. Caminando por calles de piedra después del paseo en bote, me encontré con un tour a pie a punto de empezar y me sumé. Paramos frente a los edificios de la universidad que es la cuarta más longeva y que sigue abierta desde 1209, cuando fue fundada. Conforme iba pasando el día, mayor era la sensación de estar echándole una mirada en vivo a un mundo de élite académica y primermundista que sólo conocía a través de los libros y diccionarios de referencia que había usado cuando estudiaba (los de Cambridge University Press, la casa editorial más antigua del mundo).

Hasta ahí, lo esperable. Hasta que llegamos a la esquina de Benet Street y Trumpington Street y paramos a ver un reloj. Era el Corpus Clock que estaba de cara a la calle, en la parte de atrás del colegio Corpus Christi. Había sido invento de un ex alumno del colegio, el señor Taylor, y no era un reloj cualquiera, era la representación visual de la tiranía del tiempo, el Cronófago.

Está a la altura de la vista, detrás de un vidrio y se trata de un disco de oro con tres anillos concéntricos que marcan la hora, los  minutos y los segundos. No tiene agujas, sino hendiduras que se van iluminando con cada segundo, cada minuto y cada hora. Da la hora exacta una vez cada cinco minutos, ya que las luces se atrasan y luego se adelantan para compensar. Según su inventor, ese funcionamiento errático refleja la irregularidad de la vida. Además, sobre el reloj, contrastando con el color oro del artefacto y caminando lentamente por el borde del círculo mayor, abriendo la boca mientras va pasando el tiempo, hay un insecto oscuro y gigante de aspecto tenebroso y maligno, como una langosta que se devora el tiempo, invariable e irremediablemente, segundo a segundo.

 Me quedé unos minutos viendo al reloj, al saltamontes gigante mover sus patas por el borde serrucho del anillo más grande. Me pareció que tenía un simbolismo hipnótico y trágico, como las cosas inevitables e inminentes de la vida que son de temer y por eso la hacen más hermosa, como los abismos y la extinción.  Me hizo acordar a Gollum del Señor de los Anillos, que en la profundidad de su cueva desafió a Bilbo con un acertijo para recuperar su anillo:

''Todas las cosas devora,
aves, bestias y toda la flora.
El hierro corroe, el acero perfora,
y tritura hasta las más duras rocas.
¿Qué es?''

Bilbo supo que era el tiempo. El Cronófago era la representación material de ese acertijo. 

La esquina de Benet St. y Trumpington St..

El Cronófago.


A las siete de la tarde de ese día ya estaba lista para volver a Londres, así de pequeña es Cambridge. En el tren de vuelta, mirando las fotos que había sacado, llegué a la del Cronófago y se me dió por pensar en las veces que una dice ''cuando sea más grande/ capaz / profesora...'' o ''cuando tenga experiencia / plata / ganas / tiempo / coraje / compañía…'' como excusas para lo que dejamos para después, como formas de dilatar cosas, experiencias, proyectos; de patearlos para más adelante, como si por ahí estuviera bien vivir a media máquina porque hay un tiempo futuro (mejor, más fértil, más propicio) esperando. Como si el tiempo no fuera ahora, como si alguna vez las condiciones fueran a ser perfectas. Se me ocurrió que qué penita atragantarse con expectativas de lo que puede pasar mañana, perdiendo de vista que hoy no es un ensayo y que no está bien escribirse a base de medias tintas, ni dejarse llevar por grises destemplados.

Del viaje de vuelta a Londres recuerdo el paisaje verde intenso y el cielo gris borroso por la velocidad de ese tren impecable y las lucecitas LED tornasoladas y elongadas del Cronófago, que se apagaban y se prendían en mi mente con la hora y los minutos y los segundos, en guiños que me decían ‘Qué miedo postergarse, ¿no?’.



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