Temple Bar: trabajar en un bar irlandés

'Come back on Tursday at tree tirty'' .

Así decidió en un fuerte acento irlandés aquel pelado de andar cortito y rápido, como el de los hombres que vienen en embase chico, pero se dan aires de importancia. Era el manager de Temple Bar, uno de los bares más famosos y turísticos de Irlanda. La tercera semana en Dublín me vió pasar algunas horas sentada en la cocina del hostel leyendo y aprendiendo sobre historia, turismo y cerveza para que ese jueves que venía aquel pelado me diera el trabajo.

Temple Bar.

LA MESERA

De trabajar 25 horas semanales dando clases en escuelas secundarias del estado argentino y de ayudante de las profesoras del curso de ingreso a las carreras de inglés en la Universidad de La Plata, pasé a trabajar 60 horas semanales sirviendo Guinness y recomendando cervezas que nunca probé. La verdad sea dicha, yo no tenía idea de nada: nunca había trabajado de moza, no conocía de cervezas y creo que en La Plata había caído en un par de bares un par de veces por error.

 La supervisora de la planta de mozos era una mexicana alta y esbelta, de gestos y mirada vagamente altivos como los de las personas que se saben eficientes en su trabajo y no tiene que dar explicaciones a nadie. El primer día me explicó cómo funcionaban las órdenes de comida en la cocina, donde justo esperaban cinco platos blancos y rectangulares con los sandwiches enormes que servían, listos para salir. ''Yo puedo llevar cinco, pero si vos podés llevar tres, está bien'' dijo extendiéndome dos de los platos. Días más tarde, un uruguayo que me sacó la ficha, me enseñó a cargar tres platos.

Ya no estaba más desocupada, ahora el estrés empezaba a ser el de estar ocupada en algo en lo que desencajaba como alpargata en heladera. ¿Qué hacía esta chica argentina, súper callada, trabajando en un bar irlandés, que cuando abría la boca hablaba como la reina de Inglaterra y usaba palabras salidas de las novelas de Charles Dickens? Empecé perdiendo plata de la que me daban cada día para cobrar, porque me superaba el ritmo y la cantidad de gente. Me superaba también el inglés imposible de los bartenders, mi cerebro lo procezaba como una ristra de sonidos mascullados  y sin sentido.

EL TRABAJO

Con el tiempo me acomodé al ritmo casi impiadoso de ese bar. El incansable mar de turistas nunca agotaba las reservas  de alcohol o el repertorio de la música en vivo (escuché Galway Girl más veces que el himno argentino en toda mi vida), ni dejaba un instante del día librado al aburrimiento. Detrás del espacio reducido de la barra, los bartenders-pulpos caminaban kilómetros por día, tomando multiples órdenes a la vez y sirviendo con una eficiencia admirable. Por la noche, llegar hasta la barra era misión imposible. Todo el bar era casi un bloque humano de gente amontonada que consumía alcohol a un ritmo constante y que nos hacía a los mozos cargar torres y torres de vasos bastante por encima de la cabeza. Para mí era un juego, la gente miraba con ojos grandes y preguntaba cuántos se podrían cargar a la vez, pero la verdad es que era una práctica bastante peligrosa. Una noche de fin de semana, una de las chicas cayó al piso por un empujón en medio de la marea de gente, y aterrizó con las manos sobre la montaña de añicos en la que se había convertido su pila de vasos. Le quedaron de souvenir de esa noche una operación, dos meses de reposo y una cicatriz que duele todos los días de humedad.

El que no tuviera aguante o interés en bancarse turnos de 10-15 horas, no tenía lugar en ese bar. En ocasiones, yo salía de casa un sábado antes del mediodía y volvía con los primeros rayos de luz del domingo. Tan así, que mi flatmate no supo qué hacer con tanta de mi presencia en la casa el segundo año, cuando empecé a estudiar y sólo podía trabajar 20 horas.


Durante todo el día y sin importar casi ninguna variante,
 mis amigas sabían donde encontrarme.


LOS TURISTAS

A los empleados nos faltaba acampar en el beer garden, pero esto daba lugar a varias de las ventajas que venían con ese trabajo. Temple Bar está en el barrio de nombre homónimo, en una esquina de fachada roja, con cascadas de flores que caen de los balcones.  Esto está a la vista del que guste verlo, a cualquier hora y desde cualquier parte del mundo por esta cámara, una Earth Cam de transmición en vivo las 24 horas, igual a las que hay en otros puntos de interés turístico por el mundo, como la torre Eiffel en París y el Times Square en Nueva York. Muchas veces, éramos nosotros las primeras y últimas caras que los turistas veían en Dublín: Temple Bar era la parada obligada de cualquier visitante que pasara por la ciudad.

Era incontable la cantidad de gente que servíamos por día. Nosotros, la cara visible del aparato turístico, recibíamos invitaciones, números de teléfono, direcciones y tarjetas de visitantes agradecidos. Bastaba con un poco de tiempo para ir compobando que ciertos estereotipos serán lo que sean, pero existen por algo. A modo de ejemplo, digamos que los españoles y los italianos antes muertos que dejar propina, que los alemanes y otros vikingos dejaban estrictamente el diez porciento y que los canadienses y estadounidenses no solo eran los más divertidos y charlatanes, sino también los más generosos. Atendí un día a un grupo de señoras canadienses que se fueron dándome las gracias después de regalarme un pin  con la banderita de Canadá. Volvieron a las pocas horas, horrorizadas:
-''¡Llegamos al hotel y nos dimos cuenta de que no te habíamos dado propina, nos queríamos morir!''. 
Habían vuelto hasta el bar sólo por la propina y volverían también al día siguiente con más, que intentaron darme aún antes de sentarse a tomar algo. Cuando dije que no era necesario, una de ellas me pidió con cara de súplica que por favor la aceptara porque ''no sabés lo mal que nos sentimos''.

Los irlandeses, en su mayoría, se negaban a pagar los precios turistas y no aparecían por el bar. Esto, sin embargo, no asustaba a los propios turistas. Los europeos acostumbraban hacer escapadas de fin de semana en grupo para festejar cumpleaños, despedidas de solterxs y demás. Los hombres en especial podían pasarse tardes enteras, o incluso gran parte del día dentro del bar. Se sentaban de a 8 o 10 en las mesas redondas  y ponían la plata para la babida en el centro de la mesa. Con el correr de las horas la mesa se llenaba de carcajadas, movimientos bruscos y cerveza derramada. Una tarde pasaba por detrás de una de esas mesas cuando uno de ellos tiró por encima de su cabeza un papel todo mojado. Era un billete de €50 roto al medio, unido solo por un milímetro de papel. Se lo alcancé:
- ''Esto es tuyo''.
- ''No, no'' - dijo con un gesto de la mano, -''Quedatelo, es tuyo''.
- ''Es un billete de €50''. 
-''Whatever''.

Con la generosidad de los turistas yo pagaba mis cuentas y financiaba mis escapadas por el continente. Además, de yapa, era  receptora involuntaria de souvenirs  olvidados en el bar por turistas que nunca volvían a buscar nada (de qué otra forma me hubiese hecho de mi almohadón con la cara de Olaf de Frozen y del par nuevito de botas de trekking  Timberland...). 

LA GUINNESS

Todo turista toma al menos una Guinness. La Guinness lo es todo en Dublín. La fábrica, emplazada a no más de 25 minutos andando del bar, no descansa; produce día y noche sin parar y abastece no sólo a toda Irlanda, sino también a casi toda Europa. Se precia de usar granos exclusivamente irlandeses y agua de las montañas de Wicklow, no muy lejos de Dublín. Los camiones enormes con la inscripción y el color de la Guinness salen cargados de barriles a toda hora y no la hay más fresca que la que se sirve en Dublín. El olor a cebada fermentada que emana la planta  se sentía al otro lado del río Liffey en mi barrio, cuando el viento soplaba para ese lado. Todo es parte del paisaje y del folklore de la ciudad que vienen buscando los turistas.  Detrás de las barras en los bares hay dos o tres canillas de Guinness contra una sola de las demás cervezas.

La Guinness bien servida debe tener dos dedos de head, esa franja de espuma sin una sola burbuja. Los bartenders irlandeses se precian de servirlas a punto caramelo, pero si ocurriere que no les sale impecable, se aseguran de que el destinatario no sea irlandés: el turista no es quisquilloso porque no sabe la diferencia y se saca la foto con una Guinness perfecta o imperfecta, pero el irlandés solo toma Guinness en los bares que conoce y es capaz de devolver una pinta mal servida. Existen en Irlanda dos medidas: pintas y medias pintas, aunque estas últimas son un sacrilegio, e indignas de cualquier irlandés que no quiera ser condenado al exilio.

La Guinness hace fuerte presencia todo el tiempo y de una u otra forma llega a todos los turistas sin excepción. Como cuando le inventan formas plurales Guinnae/Guinnesses; o cuando le ponen sobrenombre  ''The Black Stuff''; o incluso cuando le inventan nombres ''Dos Chocolate Mambolulus, please'' . También cuando los españoles la convierten en un chiste ''A Guinness bear, please'' (cerveza = beer, oso = bear),  o cuando el que decide tomar otra cosa es igualmente bautizado con Guinness, como la cumpleañera a la que le tiré una pinta entera en la espalda, oops.


El bar vendía una cantidad desmesurada de esta cerveza, que era una de las más baratas (si ellos pagaban €1 por cada pinta, la vendían a €6), el negocio era inmenso. En los fines de semana se vaciaban cantidad de barriles y cada uno contenía unas 90 pintas.

EL WHISKEY

Las oportunidades de actividades extras que involucraban consumir alcohol nunca escaseaban para el staff de Temple Bar. 25 destilerías en funcionamiento existen en Irlanda, que es del tamaño de Entre Ríos y yo, que sabía de whiskey lo mismo que de energía nuclear, pobré decenas en esos años. Whiskeys con sabores ahumados, suaves, astringentes; con notas de sal, frutos secos, café, chocolate, citrus, miel, vainilla.... Escuché de los ingredientes y del proceso de destilación incontables veces, en varias destilerías de lo que ahora no recuerdo más que el color cobre de las enormes cubas donde se macera la malta y la sensación de la cabeza liviana después de catar whiskey a las doce del mediodía, antes del almuerzo.

Degustación de whiskey en Temple Bar a las 11 a.m.


Staff del Temple Bar en una de las visitas a la destilería Jameson.

El esfuerzo marketinero de la industria del whiskey no es nada desdeñable en Irlanda. La Jameson nos citó un día a uno de estos eventos en el centro mismo de la ciudad y cuando llegamos, el lugar era una carnicería, The Butchers JJ & Son. Pero al entrar, el falso carnicero nos hizo pasar por la puerta del fondo. Atravesando una cortina de plástico transparente había una escalera angosta y empinada que bajaba en la semi oscuridad por unas paredes sin revoque. Al final de las escaleras había un bar que nada tenía que ver con la carnicería blanca y aséptica del piso de arriba: era un whiskey bar secreto.  Posiblemente la mayoría de nosotros recordaría más la generosidad de la barra libre y la comida que cualquier perfil de sabores de los whiskeys que vinieron después.

The Butchers ''JJ & Son''

El bar secreto.


SAN PATRICIO

Así se pasaban los días de trabajo en el bar que consistía, mayormente, en hacer sociales. Algunas veces, ese contacto con la gente rebasaba todo límite, como en San Patricio. En mi primer año, unos días antes de que llegue, veía a los empleados más viejos del bar frotarse la cara con las manos en anticipación,  como si se tratara de una tormenta que se avecinaba. Recordaban años anteriores en que la gente se trepaba a la barra y tomando cerveza directamente de las canillas y alguien me dijo ''Get ready''. Efectivamente, San Patricio en Dublín es un tsunami de gente. El 17 de marzo es un día en que a la ciudad no le cabe un alfiler, especialmente en la zona de Temple Bar. Una vez que se llegaba a trabajar, no era posible volver a salir, no había chance de abrirse paso entre la marea de personas, que se movía por la inercia misma de la masa, como si fueran ganado o un mar de sombreros verdes.

San Patricio en Temble Bar, año 2014.
El bar tenía permiso de abrir las puertas al mediodía y la gente hacía cola afuera desde temprano. Todo el lugar se despejaba de mesas y sillas, había que hacer el mayor lugar posible para las miles de personas que pasaban por ahí ese día. Ni comida, ni música en vivo, ese día solo alcohol. Una vez que se abrían las puertas, se produía un efecto rebalce y cualquier intento de contención era como querer controlar un mar con un balde.
La cocina del bar atestada de bancos el día de San Patricio.

Ese es un día de trabajo largo y extenuante, un desafío que se pasa mejor en equipo. Al terminar la noche del primer San Patricio que trabajé, los mozos tuvimos que devolver a su lugar todas las sillas y mesas de madera pesada, en las que caben sentadas cientos de personas, mientras los bartenders descansaban su jerarquía acodados en la barra.  De pago esa madrugada, me llevé el brazo derecho inutilizado por el esfuerzo. Por cosas como esas, consideré en algunas oportunidades, dejar el bar, pero nunca lo hice. Me había acomodado demasiado y, como todo en Dublín, ese trabajo me había invitado a apoltronarme. Para mí era un juego fácil de jugar y rara vez me levantaba sin ganas de ir a trabajar. Habrá sido por eso que un día,  al final de la noche después de que sacara la basura y cerrara las puertas, un bartender viejito se acercó y me dió una palmada en el hombro: ''I say you'll be smiling the day you die'' *.


Staff del Temple Bar,
brindis de año nuevo 2014.



* ''Vos vas a estar sonriendo hasta en el día de tu muerte''.








Comentarios

Entradas populares