La frontera con Irlanda

Esta última vez, me trajo de vuelta a la Argentina una lesión en el hombro y, ni bien llegué, fui a ver un kinesiólogo en Buenos Aires que me habían recomendado. Yo no lo conocía, y cuando llegué se presentó: - ''Hola que tal, soy Pablo, cómo están'' y nos saludó con un beso a mamá que esperaba conmigo y a mí. En ese segundo a mi me tomó por sopresa -por inesperada- la  familiaridad cálida del saludo (¡El médico te saluda con un beso!), como si no hubiese vivido 25 años de mi vida en Argentina y no supiera. Después de la consulta, en la hora que nos costó salir del tránsito de Capital que es como un dolor de muela, le comenté a mamá de mi impresión. Ella no lo había tomado como algo fuera de lo común, claro. Más tarde, cuando por fin salimos de la ciudad y pude sacar la vista del GPS, me acordé de Shane aquel día en The Globe, un night club en el centro de Dublín.

Shane era un irlandés de Cork que conocí cuando entré a trabajar en Temple Bar y uno de los poquísimos en ese lugar que me trató con buena onda desde el primer día. El bar era grande, con varias secciones y puertas, entradas, salidas, escaleras... había muchísimas cosas que hacer y Shane en esos días se había tomado el tiempo y el trabajo de indicarme y mostrarme todo, mientras los demás, simplemente esperaban que lo sepa y lo haga, porque no tenían tiempo para mí. Este chico se burlaba de mi acento, eso sí,  pero era una forma de mostrar compañerismo. Con el tiempo, mi inglés fue blanco de burlas e imitaciones constantes (como cuento aquí), aunque solo venían de aquellos que intentaban ser buena onda (había varios que me ignoraban y jamás se hubiesen burlado): ese slagging es casi una forma de hacer amigos, de demostrar que alguien te cae bien. El irlandés no se siente cómodo con las demostraciones de afecto y menos que menos en público; demostraciones de afecto que en Argentina no serían sino meras normas implícitas -casi que sentido común- del intercambio del día a día.

 Aquello no lo sabía yo después de mi primera semana de trabajo, cuando vi a Shane abriéndose paso entre la marea de gente en The Globe y levanté la mano y la voz  para saludarlo: -''¡Shane!''. Me acerqué lo que pude entre la gente y me incliné para darle un beso en la mejilla. Todavía recuerdo la cara y el gesto forzado de Shane que también se inclinó para saludarme al ver que yo me habría paso. Él estaba de salida, solo fue un ''¿Cómo estás, todo bien?'' y siguió para la puerta. Me quedé un poco desconcertada ante la evidente incomodidad que le había causado a ese chico, como si hubiese hecho algo fuera de lugar. Pero no, sólo le había tirado al vuelo una muestra de mi argentinidad, que lo agarró desprevenido.

De la misma forma, en los años que siguieron, a mi me agarrarían desprevenidas cientos de personas, situaciones, gestos, reacciones y varios etcéteras mientras yo reposaba en los jardines de esa argentinidad que había tomado a Shane por asalto.

La cultura del alcohol en Irlanda fue una de esas cosas. Un día cuando yo todavía era nueva, una amiga irlandesa propuso ir a tomar algo a un bar después del almuerzo. Yo sumaba 2+2 y me daba 5 esto de ir a tomar alcohol a las tres de la tarde....Me chocó hasta que a fuerza de repetición dejé de notar la diferencia y empecé a ir for a pint en las ocasiones en que en Argentina hubiese ido a tomar un helado y me ví preparándole un hot whiskey a mi papá cuando me fue a visitar y se agarró una terrible gripe.... Por no mencionar, porque queda feo, la botella de Bushmills que abrimos y terminamos a medias con mi amiga D. un sábado antes de las diez de la noche (habré mencionado por ahí  que yo no tomaba una gota de alcohol antes de llegar a Irlanda).

Otra cosa que me exasperaba un poco de los irlandeses cuando llegué, tenía que ver con las reglas estrictas de cortesía y era que cada dos pasos -casi literalmente- decían ''thank you'', ''please'', ''sorry'' . Te los llevabas puestos vos en la calle y ellos te pedían perdón. Eran demasiado correctos, demasiado medidos en mi escala de 1 a argentino. Un día,  cuando estaba trabajando en el bar, un turista desprevenido se acercó a la barra y pidió ''A guinness''. Richard, el bartender dublinés con pinta de abuelo tierno que pisaba los 65 y se caracterizaba por sus formas diligentes y amables detrás de la barra, aún con el ritmo que llegaban a imponer las 600 personas que se podían amontonar en el bar a la vez, lo miró impasible y sin moverse le dijo:

- ''What are the magic words?''

El señor en cuestión tardó varios segundos en entender de qué se trataba el acertijo, pero Richard no le sirvió la Guinness hasta que no escuchó please y thank you. Con los años de por medio, no suelo recordar esa anécdota cuando de vez en cuando soy Victoria, la odiosa que vive en las nubes y se me escapa un sorry por la calle en Concor City (Concordia, Entre Ríos, Argentina...)  para pedir disculpas o en el consultorio cuando le pedí a la secretaria de mi médico que repita, porque no la había escuchado bien.

Ha habido de todo  y no a todo me he acostumbrado para adoptarlo feliz como una perdiz. En esto, las relaciones humanas tienen una mención especial: desde una mirada latina, los países anglosajones presentan, algunas veces, pequeños obstáculos que yo no terminé de sortear. Un día, cuando llevaba un año  en Temple Bar, llegó a trabajar detrás de la barra un chico de pelo oscuro, ojos celestes y unos cuatro años menos que yo. Varias veces nos encontramos tomando algo al final de la noche cuando nos tocaba cerrar el bar. Se sabe que los irlandeses si salen a tomar no se toman una, se toman cinco. Resulta que este chico, cuando tomaba coraje etílico se ponía gracioso y distendido y me invitaba a salir:

- ''Oh come on, we can go on a small date, like, just one piece of sushi. If we have kids, will they be born bilingual?. When I go to Spain I for sure will understand 'no' -I've heard it from you so many times by now''.

Pero sobrio al día siguiente bajaba la miraba cuando me acercaba a la barra, se ponía torpe y se le caían cosas, intentaba entablar una conversación sobre algún libro que pensaba que podría interesarme (alguien le había dicho que me gustaba leer); a mi me daban ternura sus intentos, pero no me impresionaban mucho. En una ocasión  distinta conocí a otro irlandés que tenía pinta de dios del olimpo y piel tostada y que no parecía irlandés. Aquí permítaseme hacer un comentario poco diplomático, pero aclaratorio: los irlandeses en general no se destacan en el mundo por su atractivo, son pura oreja o blancos como Casper o tienen dientes descuidados y pinta de que les falta un golpe de horno. Decía entonces, aquel irlandés de 1.85m y ojos color miel parecía todo un descubrimiento: era increíblemente guapo (por favor que no sea modelo, pensé cuando lo conocí), le gustaba viajar, acababa de volver de Australia, sabía llevar una charla interesante por horas y era atento, pero no intentaba traer a cuento libros que no le interesaban.... Un día de lluvia vino a casa a tomar un café y conoció a mi amiga-hermana V. que vivía conmigo. Charlamos los tres un rato y después, V. me pidió que la acompañe a la habitación, cerró la puerta y con su sonrisita de incredulidad, gesticuló el comentario que traía atragantado desde el living, donde habíamos dejado al irlandés:

 - ''¿Vicky, de qué planeta lo sacaste? ¡Se parte en 500 mil pedacitos! Además se ve que es atento y buena onda... Gracias, me lo quedo''.

Bastarían, sin embargo, unos cuantos días -en los que no habíamos llegado a contruir la confianza necesaria- para que en una noche de borrachera feroz, el irlandés de los sueños me llene la casilla de mensajes de texto que mandó ininterrumpidamente hasta las 5 de la manana, mientras yo intentaba dormir. Desde mi punto de vista, eso era irremontable y me encargué de demostrar mi desagrado.  La próxima vez que lo ví se había tomado un taxi de media hora para ir a verme y le dije algo que se puede resumir como ''eso no, vos fijate'' refiriendome a los mensajes. Entonces él hizo algo que ni yo ni mis expectativas de argentina en la segunda mitad de los veinte y segura de sí misma nos esperábamos... no insistió. Ni una vez. No volví a verlo. Tiempo después lo ví acodado en la barra de Temple Bar donde él sabía que yo trabajaba y ví la mirada de perrito mojado que me lanzó, pero sin acercarse. Habrían pasado seis meses más cuando decidió apelar a otro tipo de (in)comunicación y me encontró en toda la social media en la que estaba disponible, aunque nunca recibí un mensaje, hasta años después, cuando ya ni él ni yo estábamos en Irlanda. ''Better not to know than to be rejected'' me dijo un día otro irlandés; vaya una a saber.

Debo haber conocido más gente en un año en Irlanda que en la última década en Argentina y aún así noté que lxs amigxs más cómplices que hice eran todxs de latitudes más cálidas que las anglosajonas. Esto no quiere decir que me atrincheré en el MERCOSUR, ni que me perdí del intercambio una vez que me había ido hasta allá, sino simplemente que con los amigos irlandeses y demás vecinos navegué en aguas más playitas. Excepto con D.. D. era inglesa de Londres y se había venido a Dublín a trabajar en el estudio de animación que quedaba cruzando la calle de mi departamento en Smithfield, a pocas cuadras del centro. Feliz coincidencia, mi amiga V. y yo necesitabamos otra compañera de casa en esos días y así la conocimos.

Esta chica no era una amiga cualquiera, como tuve oportunidad de descubrir con el tiempo. Tal vez como parte de su veta de artista, vivía en las nubes -en su propia nube- . Una vez se me perdió al final de la noche en un boliche cuando fue hasta la barra a buscar un trago que tal vez ya no necesitabamos  y la encontré cuando prendieron las luces, entretenida con un irlandés, los dos codo a codo en una mesa, muy en confianza. Habían intercambiado números, el la quería invitar a salir y la invitación no se hizo esperar. Al otro día, D. se me acercó con cara de preocupación para contarme y tuvimos el intercambio siguiente:

-  ''Vicky should I remind him?
-  Uh?
-  Yeah, what if he doesn't remember?
- If he doesn't remember what, D.?
- What if he doesn't remember I'm black''.

Yo no tuve otra que reirme, ya la conocía lo suficiente como para saber que era una pregunta genuina la que me estaba haciendo; con D. no había días aburridos. Esto, me parece, explica en sí mismo por qué ella no ha sabido que contribuyó a que yo vea, un poco más en perspectiva, mi argentinidad. Dos veces la vi volver a casa con los ojos grandes de frustración después de haber salido -invitada por uno de ellos- con un grupo de argentinos porque, como no formaba parte del ghetto, las dos veces había estado como pintada en la pared. Una decena de veces me encontré yo entre sus amigos, todos desconocidos para mí (ingleses, kiwis, irlandeses...) y cada vez, sin que D. dijera nada o siquiera intentara propiciarlo, su gente, muy naturalmente, se interesaba en hacerme sentir vista, cómoda y bienvenida. Una vez en otra ocasión social, tuve que excusar a una argentina que no se dió por aludida cuando D. llegó y saludó. Más tarde cuando ya estábamos solas D. se quejó: ''Vicky, that girl is so rude''. Era una de esas veces en que alguien desconocido llega y en Argentina es más o menos aceptable 'no notarlo' o no prestarle atención porque para qué, si estoy entre amigos, qué me interesa.... 

Ni hablar de la forma tan particular (y obvia) que tenemos los argentinos de barrer con la mirada a la gente, de arriba abajo, como si fueramos un tubo de resonancia magnética. Un día, bastante después de la época en Irlanda, andaba por un pueblo del sudeste asiático y observé como una chica miraba así a alguien que pasaba y le dije a mi amiga mexicana que viajaba conmigo: ''Mirá, esa es argentina''. Bastó que la chica dijera ''Ah''. Mi amiga se rió: ''¿cómo sabías?''. Pero veamos, yo ya había empezado a pescarme a mí misma a mitad de ese escaneo argento en Irlanda, no porque no lo hubiera hecho nunca antes, sino porque antes no me daba cuenta. Se me ocurre que esto tiene que ver con el desparpajo y la pasta de opinólogos que tenemos los argentinos; pero también, en algún plano no del todo consciente, ese mirar a alguien de arriba abajo  tiene algo de inquisitivo y hasta una pizca de desdén. En Irlanda, en cambio, nadie te mira apreciativamente por la calle (ni en Inglaterra, ni en Australia). De hecho, cuando estaba recién llegada en Dublín era algo que se sentía diferente. Por eso me pareció interesante que en algunas oportunidades, especialmente cuando había alcohol de por medio (esta gente es medida en todo, excepto en el consumo de alcohol, que es lo único que los envalentona), se me acercaron chicas para hacerme un comentario que, en Argentina, las mujeres nos morderíamos la lengua antes de hacerle a una desconocida. Me acuerdo de la vez que fui con D. de visita a Guilford, en las afueras de Londres y salimos a bailar, en la pista de baile de la nada se me acercó una chica: - ''I have to say, you have an amazing booty, oh my God''. Vale aclarar que por aquellos lugares, las curvas de las mujeres son, en general, como las expresiones de afecto que caracteriza a su sociedad: bastante moderadas. Pero el punto es que a mí esas situaciones me hacían verme desde afuera (ojo, no me refiero a lo físico, que para eso tenía espejo) y D.  sin quererlo, desde su cultura del tecito caliente a toda hora, su increíble capacidad de escuchar y su perspicacia, entre otras cosas, jugó un papel casi protagónico en ese proceso.

Por otro lado, tampoco se me han podido pasar por alto la observación de algunas tradiciones que yo miraba de reojo por ser -para mí- extranjerizantes. Siempre recuerdo que una fecha que yo desdeñaba un poco en Argentina por ser una celebración yanqui, era Halloween que, a fines del primer octubre fuera de casa, volviendo a Dublín desde Italia, me tomó desprevenida en el aeropuerto. Tanto, que anoté como novedad que me había encontrado con un pescebre ''halloweenesco'' en la entrada del hall de ''llegadas''. No sabía yo la seriedad con la que se tomaba Dublín esta fecha y al día siguiente, camino al trabajo noté con asombro que el chico del coffee shop de la esquina no se sacaba la máscara de diablo que le tapaba toda la cara para hacer el café. Cuando llegué, el bar parecía una feria temática con calabazas reales y enormes que hacían muecas desde todas las esquinas, había arañas y telarañas industriosamente desplegadas por el techo, fantasmas vaporosos, zombies descabezados y calaberas con ojos luminosos que te miraban desde todas las barras. La muchedumbre en el bar,  cual invitados a la fiesta de cumpleaños del tío Lucas Adams, se paseaba en disfraces que a mí me parecían tener una dedicación desmedida; como esa pareja de vampiros vestidos con trajes reales de novios, o aquella caperucita roja que era difícil mirar a la cara, porque tenía uno de los ojos colgando en la mejilla y que estaba acompañada de su leñador, que iba lleno de sangre y con la mandíbula reventada al detalle. Me pareció todo muy divertido y loco, se pasan, me dije. Así y todo, no me llevaría tanto tiempo sumarme a todo eso que al principio me había parecido ''demasiado'' entusiasmo para Halloween:

Halloween 2015. De izquierda a derecha: el increíble Hulk, Mystique y Avatar
 en mi casa en Dublín.

Ahora en casa, rodeada de mi argentinidad otra vez, me acuerdo como fui pasando, casi imperceptiblemente, de aquellos choques al reconocimiento, la aceptación y, en algunos casos, la asimilación (más o menos temporal, más o menos permanente) de lo distinto, de lo otro. Y la palabra ''otro'' me hace el efecto de la piedrita en la superficie de agua calma, me recuerda a Bajtin que alguna vez leí y voy y lo desempolvo para descubrir qué era exactamente lo que decía. Bajtin era un filósofo  ruso del lenguaje y entre muchas otras cosas, decía que la identidad es un fenómeno de frontera que ocurre en una intersección, en un diálogo con lo ''otro'':

''Yo me conozco y llego a ser yo mismo solo al manifestarme para el otro, a través del otro y con la ayuda del otro. Los actos más importantes que constituyen la autoconciencia se determinan por la relación con la otra conciencia''.

Esta idea de la identidad de frontera me encantó. La que soy yo, el que sos vos, fluyen constantemente, nuestra identidad está todo el tiempo en negociación, como si se tratara en realidad de un espacio de intercambio y tensiones constantes. Bajtin también decía que la mirada del otro y de otras culturas enriquece nuestro propio entendimiento: si nos definimos a partir de nuestra relación con los otros, me conozco porque te conozco y me defino en los límites de tu identidad. Entonces ahí está: el otro, cuando viajamos, es un peso pesado en ese intercambio, nos da muchísimo. Cuantas más fronteras físicas alcanzamos, más ''diálogos'' entablamos y cada vez más capaces somos de vernos desde afuera, de notar la diferencia y escucharla, probarla, aceptarla, ver como nos queda y hacerle espacio en el rompecabeza de nuestra propia identidad para volvernos un poco más completos y un poco más empáticos. Entonces pensaba, ese ''otro'' con el que no nos hemos detenido a ''charlar''  todavía, representa un punto ciego, alguna parte de nosotros mismos que no conocemos aún y quién te dice, algún prejuicio del que no nos deshacemos....  Los prejuicios parecen ser sedentarios, comen papas fritas en el sillón de casa con la tele encendida, saben del mundo lo que la caja boba les ha contado. La empatía en cambio, es gitana, viaja con la guitarra al hombro, sabe del mundo porque lo ha visto.

Y entonces yo pienso y pienso y cuanto más lo considero, más me muevo y más lejos me veo, porque allá donde ''el diablo perdió el poncho'' (como decía mi abuela para hablar de lugares distantes) es donde más me quiero.








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