Concierto en Dublín: una serie de eventos afortunados

De niño, un día mi papá acompañó a su papá a cazar y una escopeta disparada demasiado cerca le dejó un zumbido en el oído izquierdo. Desde siempre cuando trabaja, se sienta a la mesa o viaja en el auto, pone música porque le alegra el espíritu, pero además porque le acalla el zumbido constante. Esto tuvo que ver con que en mi casa siempre hubiera un equipo de música con parlantes nada desdeñables  que zumbaban constantemente con Los Rolling Stones y Los Beatles, Queen, Deep Purple y Pink Floyd, incluso antes de que yo tuviera idea lo que era el gusto por la música o el inglés. Las notas de muchas de esas canciones han sido parte del entramado de recuerdos de una niñez y una adolescencia feliz.

Cuando tuve más poder de discernimiento y decisión sobre lo que se escuchaba en la casa, seguí elegiendo esa misma música, aunque nunca fui muy fanática de nada - excepto tal vez de Boca Juniors cuando tenía 12 años- y sólo era más o menos leal con lo que escuchaba. Sin embargo, Pink Floyd tenía un disco que disfrutaba de principio a fin: The Wall. Con el tiempo, fue cambiando mi interpretación de lo que esa lista de canciones significaba en sí misma y lo que significaba para mí, pero yo escuchaba ese disco con cinco años  y lo escucho ahora, con treinta y dos.

A los veintiséis años, cuando ya estaba en Dublín, no hacía mucho tiempo para escuchar música, excepto cuando iba o venía del trabajo. El resto del tiempo lo usaba para bañarme y dormir. Todas las semanas tenía la posibilidad de elegir dos días libres y muchas veces terminaba usándolos para quedarme en casa y descansar, tal era el cansancio por el esfuerzo físico del trabajo. No era raro que pidiera días distintos cada semana, podía ser un martes y un jueves, o un domingo y un lunes. Así es que una semana cualquiera de septiembre del 2013 pedí un día sábado, porque mis amigas estarían libres y un miércoles, para cortar la semana y que no se me hiciera tan larga.

El martes de esa misma semana me tocó trabajar temprano. En la primera parte del día el ritmo en el bar era menos riguroso y por allá me detuve en el beer garden  con dos chicos extranjeros que necesitaban ayuda para ubicar su hostel en el mapa de la ciudad y marcar el camino desde allí hasta el estadio Aviva. Habían venido a Dublín para ver un recital que era al día siguiente y querían saber cuánto les llevaría llegar. ¡Ahh! ¿Qué recital era? The Wall, de Roger Waters. Enseguida recordé a mi amiga Wanda que había ido a verlo en Argentina hacía un año y me pregunté fugazmente si quedarían entradas -yo, que suelo pasar temporadas en las nubes, había escuchado algo sobre el recital, pero no sabía que  era parte de un tour de The Wall-. Después de explicarles a los chicos como llegar al estadio desde su hostel, seguí trabajando y me olvidé del asunto. A mí nunca se me había cruzado por la cabeza ir a ver a una banda en vivo; no me fascinaba la idea de los pogos, el amontonamiento de gente, la espera de pie por horas entre la multitud ansiosa que empuja y te lleva como la marea (así me imaginaba un recital, aunque nunca había estado en uno). 

Ese día salí de trabajar a una hora inusualmente temprana y cuando llegué al departamento, compartí la tarde con V. y D., mis compañeras de casa que veía muy poco, porque normalmente yo trabajaba cuando ellas dormían y vice versa. Esta vez tuvimos tiempo de acordar que la noche del miércoles  (es decir, la del día siguiente), sería nuestra movie night de la semana y que veríamos Hitch. También quedamos en que como iba a estar libre, yo me ocuparía de encontrar un destino para el paseo del próximo sábado, que era el segundo día de mi fin de semana.

Ese miércoles me levanté tarde (mi cuerpo estaba adiestrado para trabajar  en horas de la noche y arrancar nunca antes del mediodía), me hice un té con tostadas y prendí la computadora. También hice la lista de necesidades para las compras y de algunos trámites que tenía que hacer (llevar una planilla de declaración de impuestos a la agencia tributaria, comprarme un pijama en Penneys, ir a ver un libro a la librería). Mientras desayunaba charlaba por Messenger con Wanda. Como me había levantado bastante tarde, tenía pensado terminar el té, pegarme un baño y salir a hacer mis mandados.

 Wanda y yo habíamos llegado a Irlanda juntas, pero ella había conocido un argentino y ahora vivía con él en otra parte de la ciudad. No nos veíamos tanto, ella trabajaba en un restaurante italiano en Ballsbridge, una zona de Dublín donde hay embajadas, oficinas, boutiques de lujo y bistrós; su casa y su trabajo me quedaban un tanto alejados. 
- ¿Te quedás un rato más conectada? - me preguntó. Tenía algo para contar y lo iba a publicar en el grupo de Facebook que teníamos con las chicas. Una vez que saliera a la calle me quedaba sin conexión a internet, pero no me costaba nada esperar, de cualquier manera siempre daba mil vueltas antes de salir.

Wan era fan de Roger Waters y, como dije antes, ya lo había visto tocar en Argentina. Sintió que no podía dejar de ir a verlo ahora, que tocaba tan al alcance de la mano, en Dublín y sacó su entrada.  Ese martes, es decir el día anterior, había  ido a trabajar como cualquier otro día y le había tocado atender a la banda de Roger Waters. Al darse cuenta de quienes eran, les había contado que iría a verlos tocar y los muchachos -unos genios- le regalaron dos entradas. Es decir que ahora tenía tres entradas en su poder. Al leer esto, la llamé y Wan, que ya se venía ganando el cielo ''amiguístico'' desde el 2006 cuando me la encontré en la cursada de Fonética inglesa I por primera vez, se consagró en el podio absoluto:

-''¿Vos querés ir? ''.

Y yo, que a las doce estaba de pantuflas con el té a medio tomar y que me había levantado con planes de ir al supermercado, a las seis estaba entrando en el Aviva con una entrada en la mano para ver The Wall.

Las entradas que la banda le había regalado a Wan eran VIP y tenían una ubicación distinta, así que ella y su novio fueron a encontrar sus asientos a unas gradas y yo fui sola al pasto, de pie. Reconocí en el escenario imágenes icónicas y parada en el campo entre medio de la gente, con mi cámara de fotos en la mano, se me puso la piel de gallina cuando empezó el show.

El muro (The Wall) dominaba el escenario. Era el muro que Pink, el personaje cuya historia cuenta el disco, construye paulatinamente a lo largo de su vida para ocultar sus demonios y que luego tira abajo para mostrarse tal cual es. En el muro del recital se proyectan los fantasmas contra los que luchó Pink en su vida, ladrillos simbólicos detras de los que se aisló. Conforme se van interpretando las canciones, el escenario queda cada vez más oculto detrás de ese muro que es cada vez más alto con los horrores de la guerra en la murió el padre de Pink y las injusticias y los compromisos sociales de gente que dió su vida en el siglo que pasó; y más alto con la imagen de la madre sobreprotectora que es, en paralelo, el estado sobreprotector; y aún más alto, con las dificultades de las relaciones humanas en una vida marcada por el trauma; y, finalmente, el muro queda hermético cuando  Pink se termina de aislar de todo y todos por rabia, frustración y soledad. Ese muro cae -en la historia y en el escenario- al final, cuando Pink decide enfrentarse a si mismo y tal vez hacerse cargo de sus actos para poder salir de la oscuridad a la que se había confinado.

Aparece también en escena la típica imagen del profesor autoritario en la forma de un títere enorme y ominoso esgrimiendo un puntero al costado del escenario; aparece el cerdo Algie con la leyenda ''Stay Human''  sobrevolando la cabeza de los espectadores y acentuando el simbolismo y la faceta política y social del concierto.



Los martillos de fondo cuando sonaba 'Waiting for the Worms'.
Es Pink en los resquicios más oscuros de su mente.


'Mother'
Reminiscencias de las alegorías de George Orwell
en 1984 y Rebelión en la granja:
La cámara de Big Bother, el cerdo Algie.

Roger desde donde yo lo veía.


Fue una de esas veces en que una ignora lo que ciertas situaciones le pueden producir, hasta que llega a enfrentarlas más o menos inadvertidamente y entonces se ve  sorprendida por el revolcón que le da una ola emocional. En esas poco más de dos horas, me movilizó tanto lo que estaba viendo que, cuando terminó, sentí que caminaba en trance a la parada de colectivo y que llegué en trance a mi casa.

Las chicas ya se habían ido a dormir, no me acuerdo si había tenido tiempo de avisarles de los planes de último momento. Parecía como si esa semana hubiese sido una serie de casualidades premeditadas y no lo podía creer. Le escribí a mi papá para contarle y a Wan, para agradecerle. Ya no había vuelto a verla cuando la multitud empezó a dispersarse al final del recital.

Esa noche me acosté con los ojos como dos huevos fritos y no pude dormir hasta tarde: me había sacudido el letargo del que era  un poco cautiva en mis días libres; había tropezado con el primer recital de mi vida... había ido a ver The Wall en vivo.








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